El domingo pasado pasé a formar parte del club de privilegiados que han tenido la suerte de rascar los cielos de los frescas alturas escocesas, y de paso sumar a la lista otro par de munros pateados con éxito. La temida caminata del Buachaille Etive Mor, uno de los picos más famosos de Escocia, fue mucho más plácida de lo esperado, y consiguió dejarme los pulmones depurados para un mes y agujetas en el culo durante unos cuantos días.

 

El principio de esta caminata es lo más duro, porque antes de que te haya dado tiempo a calentar los tobillos ya estás subiendo piedras cual cabra alegre por el monte. Y por muy entrados en el verano que estemos, ya sabéis que el control de la temperatura en este país es complicado, y más en la zona del Glen Coe donde hace fresco tanto abajo como arriba de los cerros. Cuando te pones en marcha y comienzas a subir piedra tras piedra, el calor se apodera de ti y entiendes bien a lo que se refería Shrek cuando decía que los ogros eran como las cebollas, porque a los diez minutos ya tienes sudada la camiseta, la sudadera y el impermeable está sequito por fuera y calado por dentro, como los Dodot. Durante el ascenso también sientes bien el aliento de la gente que sube contigo. Sí, el aliento de esa gente que te mira de reojo como diciendo «a ver si no soy yo el que voy el último» o «¿parecerá que me va a dar una pájara?» Pero el adelantar a los ñus cojos de la manada tiene su efecto positivo y te ayuda a pegar esa última zancada que te hace llegar a la cima. Una hora fue lo que tardamos en llegar a la cima y salvar 800 metros en 3 kilómetros, y ahí era donde nos esperaba toda la belleza de Escocia.

Caminando por la cresta de la montaña fuimos haciendo munros como si fuéramos Mario, Luigi y la princesa Melocotón coleccionando setas. Los munros son las montañas que superan los 3000 pies (unos 900 metros), que tampoco es que sea un reto para un alpinista profesional, pero que aquí en Escocia son una cosa muy adictiva. Lo cierto es que, aunque nublado, tuvimos un día estupendo. No cayó ni una gota del cielo, lo cual es bastante de agradecer, y pudimos andar tranquilamente sin la presión de tener que salir huyendo despavoridos. Si Escocia de por sí ya es un paraje tranquilo, lo es aún más desde las alturas. Igual suena un poco triste, pero es una experiencia única lo que es poder sentir el más absoluto silencio. Quedarse callado un rato ahí arriba y cerrar los ojos llega hasta dar un poco de canguelo, porque realmente te sientes atrapado por la nada. Pero abrir los ojos y estar rodeados de piedras, praderas verdes, glens, munros, nubes y lagos… te dan ganas de arrancarte con la gaita y de tener a mano una petaquita de whisky para sentirte en completa armonía con el entorno — y ya no digo nada de pintarse la cara de azul y blanco y enseñarle el culo a las ovejas.

Y como todo lo que sube tiene que bajar, tampoco nosotros pudimos escapar de esta regla universal. Y si asfixiante fue la subida, complicada fue la bajada. Porque aunque estas últimas suelen ser la parte divertida de las caminatas y las que conllevan poco esfuerzo, esta vez fue casi lo contrario. No esperábamos nosotros que fuera a ser la parte más complicada, llena de piedras resbaladizas y de miradores al vacío que hicieron que tuviéramos que tener un extra de cuidado e incluso de echar el culo a tierra en más de una ocasión para mejorar la frenada. Tardamos en bajar más que en subir, aunque sin daños que remarcar más allá de unas buenas ampollas en los dedos al día siguiente de agarrarse a la piedra cual salamandra a la pared. Lo bueno es que el sol decidió salir en ese momento para darnos la despedida y colorearnos un poco el cogote para dar envidia el lunes en el trabajo. 

Creo que ya lo he dicho en alguna otra ocasión, pero esto es lo que realmente engancha de Escocia: el conseguir un día bueno e ir a perderte por sus rincones más inhóspitos. Edimburgo es historia, Glasgow es marcha y Dundee es aventura, pero las Highlands son el verdadero corazón de Escocia –aunque cuando llueva no tengan mucha utilidad. En esta ocasión sólo fueron 13 kilómetros, pero para los pobres dedos de mis pies y mis quejicosas rodillas fueron un buen trabajo. Espero que todavía podamos aprovechar un poco más de este húmedo verano antes de que la oscuridad vuelva a apoderarse de nosotros.
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