Esta entrada está dedicada a mi mismo. Hay veces que por mucho que te repitas las cosas y por muy bien que te sepas la teoría, cuesta mucho llevarla a la práctica. Es el claro ejemplo de lo mucho que le gusta al ser humano – más como ser raro, que como humano – el dar consejos a los demás y no aplicárselos a uno mismo. Pues bien, ese es el momento que estoy viviendo actualmente, y momento que quiero que pase y no vuelva en una buena temporada. Es por eso que he decidido hacer como Casper, sacar el fantasma de mi persona y escribirme una entrada a mi mismo para ver si se me quita la tontería de encima.

Partiré de la premisa de que no tengo nada grave de lo que quejarme: tengo trabajo (cansino), una casa (húmeda), familia sana (casi toda) y alguien a quien contarle las millones de cosas que pasan por mi atiborrado cerebro cada día (sin matarla en el proceso). Pero también hay que entender que los problemas de los demás no eximen que los tuyos te parezcan «más importantes» a pesar de que no sean de tal importancia. Debe ser que el cerebro humano, por inteligente que sea, en ocasiones no es capaz de ver más allá y relativizar todos los escollos que se te presentan por el camino.

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En ocasiones, los problemas vienen asociados a la conocida «zona de confort», y esta a su vez está bien delimitada por lo que conocemos como ¨rutina». Cuando conoces bien tu rutina y aprendes a dominarla, tus problemas se ven mayormente ceñidos a cosas externas sobre las que tienes poco control. Pero cuando esa rutina desaparece, aparecen nuevos desafíos que se restringen a la necesidad de construir unos nuevos cimientos para una nueva rutina. Lo curioso es que la zona de confort puede modificarse voluntariamente o involuntariamente, y en mi caso – o en nuestro caso debería decir ,- esta decisión ha sido voluntaria y no debería quejarme sino alegrarme por ello. Pero como no siempre la explicación más lógica es la más sencilla, el alterar tu rutina y tu zona de confort te llevan a sufrir algún que otro cortocircuito mental.

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Aunque ya hace algún tiempo desde que tomamos la decisión de patear nuestra zona de confort y aventurarnos a nuevas experiencias, esto está llevando algo de tiempo y complicaciones asociadas a todo ello. Digamos que usando la analogía de la rama del árbol, ésta, está siendo algo más larga de lo esperado. Un cambio de trabajo, de ciudad, de casa y de entorno, suena como algo muy motivador, una experiencia que se necesita – o al menos yo lo veo así -, hacer de vez en cuando. Pero traducirlo desde el papel a la realidad, es algo diferente y más cuando quieres que todo salga al pie de la letra e hilando muy fino. El ir desde A a D, pasando por B y por C, significa darle una patada en el culo a tu zona de confort, arriesgarse y lanzarse al vacío. Sin embargo, en ocasiones este salto al vacío se te hace largo y da vértigo, y es ese vértigo el que me está dando algún quebradero de cabeza en este momento. No es que le tenga miedo al salto, ya que estoy decidido a darlo. Y no me da miedo la aventura, ya que la he elegido libremente. Quizá lo que me da miedo es saber cuantas ramas encontraré por el camino para frenar la caída y si estás serán lo suficientemente firme para mantenerme – además de si habrá un buen colchón debajo por si las moscas.

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Insisto en que conozco la teoría. Sé un montón de consejos que siempre digo que puedo aplicarme y tengo un montón de vocecitas a mi alrededor que se encargan continuamente de recordármelo por si se me olvidan, y me alegro mucho por ello. Me siento muy afortunado por tener tanta gente a mi alrededor que se preocupa por mi, pero al fin y al cabo el que estás saltando eres tú, y el resto no dejan de mirarlo desde una cámara, así que el que te la pegas si la rama se rompe eres tú y no ellos al fin y al cabo. Creo que es por este motivo por el que los consejos alivian temporalmente, pero no sofocan la sensación de vértigo. Pero siendo positivo, todas estas experiencias enriquecen, y como decían los Saiyans «cada derrota nos hace más fuertes». Así que todas las complicaciones que van apareciendo por la caída libre se convierten en experiencias que te hacen más sabio y con más puntos de ataque – a no ser que en los dados toque pifia y acabes perdiendo un brazo y cayendo al río en el primer intento.

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Todo va a salir bien, así que no hay más de lo que preocuparse que de seguir saltando lo suficientemente separado de la pared para no arañarse por el camino. Y aunque parezca que no os hago caso a los que me dais la tabarra, seguid haciéndolo, porque en algún lado estará quedando el poso. Prometo que cuando toda esta etapa de torbellino pase y las aguas vuelvan a su cauce, os invitaré a té con pastas a todos y os llevaré a dar paseitos en góndola como señores y señoras de alta cuna que sois. Pero para eso habrá que esperar a que el confort llegue a mi de nuevo.

Bendito confort, tanto nos quejamos de él en determinadas ocasiones que luego lo acabamos echando de menos. Eterno inconformismo…

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