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Tras varias rondas de experiencias sensoriales similares he llegado a la conclusión de que uno de los momentos más críticos del «volver a empezar» es el de retomar la actividad física. Generalmente paso por etapas varias de bipolar perdido en bosque de Sherwood y acabo optando por la de dejar pasar la primera semana como semana de adaptación al entorno. Pero antes de lo que piensas comienza la segunda semana, y este es un momento crítico por que sigo intentando creerme le excusa de que aún me estoy adaptando. Pero eso es mentira, es pura vaguería y eso lo saben hasta los chinos. Así que es en esos momentos cuando recurres a grandes figuras de la historia, motivadores natos que hicieron de sus palabras un ejemplo para generaciones y generaciones. El simple susurro de sus palabras cala hondo dentro de ti y enciende esa chispa que necesitas para seguir adelante, dejar atrás la pereza y empezar a mover el esqueleto. En mi caso, para mi no hay otro como El Cordobés. Por que como el bien dice: «todo sale de deporte»

Yo querer me quiero mucho, a mi, a mi mismo, a mis tomates y por querer quiero hasta a las arañas culonas que sacrifico cada mañana en esta época. Pero a las que no quiero nada y temo son a las agujetas traicioneras que aparecen tras las primeras carrerillas postestivales. Yo creo que eso es lo que hace que lo vayas posponiendo y posponiendo… pero en algún momento hay que empezar a engrasar al pequeño hombre de hojalata en el que te has convertido durante las vacaciones y ya no hay excusas que valgan. ¡Hay qué moverse!

Así que la semana pasada me marqué dos días corriendo en la cinta del gimnasio viendo Los Caballeros del Zodiaco –que siempre hace levantar sonrisillas a los orientales que pasan por detrás mio– y unas pocas pesas aburridas, a las que añadí un día de trote por el Riverside en buena y desvirtuada compañía. Me pareció más oportuno poner primero en marcha el cuerpo antes que estirarlo, por lo que decidí dejar la clase de yoga de lado y dedicarme a sudar un poco la gota gorda. Pero más que sudar lo que hice fue descubrir con gozo que mi bazo seguía dentro de mi, por que casi lo echo por la boca cuando llevaba apenas seis kilometrillos de nada. Además de esto, el sábado tuve mi trancendental día de reencuentro con Tentsmuir, en el que ir buscando setas mientras solucionabamos los problemas del mundo hizo que sin quererlo ni beberlo nos fuéramos hasta casi 16 kilometros. ¡Casi’ná!

 Pero el día estrella fue el día de ayer y por varios motivos. Primero por que era un día en el que todo apuntaba que me iba a quedar en casa con poco que hacer y que acabó siendo un día de excursión a un sitio completamente desconocido. Y segundo por que por fin retomé el mundo del ciclismo. Así que sin pensarlo mucho me levanté temprano, cargué a Iván, a las bicis y a los bocatas en el coche y nos fuimos dirección Callander buscando la orilla del loch Katrine. La ruta que hicimos transcurre por el lado norte y tiene la opción de poder hacerse también cruzando el lago en un bucólico barquito de vapor y tomarse un café con un helado en la orilla del otro extremo. Desde luego una turistada muy tierna que nosotros, por no hacer lo típico, decidimos no hacer. Dejamos el coche e hicimos la ida y la vuelta en bici, y además le sumamos otros 20 correspondientes al siguiente lago, el loch Venachar, por que fuimos más chulos que un ocho y por que no quisimos pagar el aparcamiento del Katrine. Ya echaba yo de menos hacer una rutita larga dando pedales, aunque el dolor de culo y de manos que tengo hoy… me están haciendo acordarme bastante de mi bici, la de verdad, con sus supensiones, sus cuernos, su ligereza… Hay que ver lo fácil que es acostumbrarse a lo bueno y lo difícil que es ir hacia atrás en cuanto a calidad se refiere.  Por que si algo tiene mérito no es hacerse 60 kilómetros, no, es hacerlo con semejante aleación de hierro forjado que parece que sierra el asfalto a su paso. Vamos, mi mayor motivación para seguir dando pedales era que me sentía como Goku entrenando en el otro mundo con pesos en las manos y en los pies.

No es que quiera buscar culpables a que fuéramos parando todo el tiempo, pero es que las vistas y el buen tiempo que nos hizo, hacían imprescindible el ir con el móvil en mano retratando marcos incomparables continuamente. Eso, y que para la próxima vez recordaré hinchar las ruedas de la bici antes de ponerme a dar pedales como un loco, por que me da a mi que me cansé más de lo necesario a la ida con los neumáticos un tanto… flaciduchos.

Y ya lo he dicho otras veces, el deporte no tiene recompensa, tiene un objetivo. Y en este caso estaba claro, ¿verdad? Ruta de 60 kilómetros, un punto de destino, un lago, una cafetería… sí, denominador común: el bocata de jamón. Eso no podía faltar, y aunque fuera difícil disfrutarlo mientras eramos devorados por los malditos midges, sentó como mano de santo. El bocata y el café con heladito que nos tomamos antes de retomar el camino de vuelta ya con las ruedas bien hinchadas y las baterías a tope. Pero tampoco es que le metiéramos el ritmo contrarreloj, no, por que la segunda recolección micológica del fin de semana y el descubrimiento de que los McGregor tenían un cementerio muy chulo nos mantuvieron entretenidos otro rato. Finalmente, llegamos de vuelta al coche y descubrí que las cañas de pescar modernas tienen alarma incorporada y te puedes ir a echar un meo mientras pican –las cosas ya no son lo que eran, lo tenía que decir– y que un mezcladito de kikos y panchitos solucionaría muchos problemas del mundo por la paz que transmiten y que recuperan tan ricamente el cuerpo después de un gran esfuerzo. El dopaje al lado de los frutos secos tendría muy poquito que hacer, pero esto aún no se sabe.

 

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Así que todo este rollo que os he contado es para contaros que me doy por desengrasado y completamente reintroducido a la vida cotidiana. Y como ya no necesito a Dorothy, ni tres en uno, ni mierdas varias, para celebrarlo hoy he decidido para y parasitar un poco el sofá para que tampoco se le olvide mi forma y sigamos respetándonos el uno al otro. Mañana quizá decida ir a yoga para ver si se me quitan las palpitaciones culares estas que me ha dejado el sillín de la bici. Y después…pues ya se verá, pero a ver si alguien organiza una barbacoa ya rápido por que sino esto va a ser demasiado sano y tampoco hay que abusar. 

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Escocia sigue teniendo lugares desconocidos para el invasor y nunca es tarde para conocerlos. Salir a hacer alguna caminata en un glen es un plan imprescindible durante esta época del año. Hay grandes bandadas de midges en cuanto te metes en alguna zona algo frondosa y poco ventilada, pero la temperatura es agradable y luz suficiente como para no tener la excusa de quedarse en la cama. Por eso hoy, junto a tres de los mayores frikis de los bichitos y de las plantitas que te puedes echar a la cara en Dundee, hemos puesto rumbo al norte a conocer el Glen Lyon.

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He de confesar que estoy aprendiendo más de estos tres individuos en nuestras salidas de campo que en dos años de zoología y botánica en la universidad. Que dominio de los bichos y de los pajaritos. Tú te encuentras mirando con precaución el camino para no tropezar y ellos ya están discutiendo de si el pajarillo que se posa en el quinto pino es un gorrión o un buitre leonado. Eso sino te les encuentras intentando coger renacuajos de un charco o de sacarles las arrugas a una libélula. Científicos de b@ta sin ninguna duda.

Por nuestra parte, Marta –a la que a partir de ahora definiré como Dora la Exploradora — y yo, pues nos hemos dedicado a disfrutar del paisaje, tomar notas de nuevas palabras en inglés y a pisar brezo, mucho brezo. La ruta que hemos hecho hoy empezaba por un camino que iba a lo largo del glen hasta llegar al Loch Rannoch, pero haciéndonos los exploradores cósmicos hemos decidido dejar el camino para las cabras y ponernos a subir montaña arriba a través del brezo aún sin florecer como si de ciervos nos tratáramos. La experiencia ha sido positiva en ciertos aspectos: buena para el estómago, por que el subir campo a través da un hambre voraz, bueno para la paciencia por que ser el amigo de Dora la Exploradora en estos momentos puede ser algo tedioso pero que refuerza tu karma y en cambio puede que algo negativo para las articulaciones por que nuestros «pinrelicos de gheisos» no están preparados para estos montes de brezo — o de «puto brezo» como decía Dora en repetidas ocasiones.

Pero efectivamente, todo sacrificio tiene su recompensa. Las vistas desde la cima han merecido mucho la pena el esfuerzo realizado para llegar hasta arriba. Eso y el momento de ponerle la piedra al mojón, que es algo así como ganar la Champions por que dices aquí estoy yo,  hasta aquí he llegado y «que me quiten lo bailao». El bocata de mortadela del Lidl que me he atizado como un campeón para celebrarlo ha repercutido un poco sobre mi sistema intestinal, ya que ha decidido estar un poco revoltoso durante el resto del camino, amenizando bien toda la bajada y ayudando a Dora a no perder mi rastro –aunque no daré más detalles por eso de no resultar escatológico. El tema es que la sensación de estar perdidos en mitad de la nada, sin nada más en el horizonte que brezo, ciervos, montes pelados, lagos y nubes…como diría mi hermana, es un momento bastante bucólico.

La bajada como decía ha sido harina de otro costal. Por aquello de no resultar repetitivos hemos tomado la decisión de bajar un poco más «a pelo» si cabía dentro de lo posible e ir a coger el camino que se veía a tomar por saco a través del brezo en formato desnivel mortal nivel 10. A mi me ha resultado hasta divertido por que me recordaba a mi época adolescente kamikaze por los cerros belinchoneros, pero a Dora tanto brezo la ha acabado tocando un poco las…narices y gracias a que no teníamos a mano unas cerillas o una pavimentadora, por que si no el paisaje de las Highlands habría cambiado en menos de lo que cantaba un gallo. Pero anécdotillas aparte, buen día domingo. Nada aburrido, a pesar de que las localidades del camino sugerían todo lo contrario… que sentido del humor tienen estos escoceses poniéndole nombre a sus pueblos.

Dull