Edimburgo es una ciudad de contrastes. Por un lado tiene un puntito de ciudad cosmopolita, llena de negocios, mucho tráfico, gente de todos los tamaños y colores…y unos accesos horrorosos que hacen que complete su conjunto de características típicas de la gran ciudad. Por otro lado o en la otra mano como dirían los de aquí, su centro histórico es digno de ser escenario de una película de dragones y princesas. Cuando paseas por allí te dan ganas de ir a caballo y con nada más que el kilt, gritando «tabernera, otra cerveza» mientras un niño mugriento roba un mendrugo de pan y sale corriendo destrozando todo el mercadillo y unos matones ajustan cuentas a unos cuantos ingleses. En fin, que he visto muchas películas, pero lo que en el fondo quería transmitir la ciudad tiene un toque medieval muy molón. edim

Pero cuando realmente Edimburgo se transforma es durante el verano. Mientras la mayor parte de la civilización decide irse a la playa a tostarse al sol, esta ciudad se vuelve literalmente loca. El festival de Edimburgo transcurre durante casi todo el mes de agosto y básicamente consiste en llenar la ciudad de «arte». Y pongo arte entre corchetes por que aquí cabe cualquier definición posible. Creo que todo el mundo está más o menos de acuerdo en considerar arte al cine, el teatro, los musicales…pero este festival tiene mucho más, por que cualquier cosa vale. Por poca habilidad que tengas aquí te aceptan y gustas. ¿Qué sólo sabes hacer malabares con dos aceitunas? Este es tu sitio. ¿Qué eres un hombre sudoroso con un diente podrido que sabe hacer el Michael Jackson? También es tu sitio, estás en el fringe, y a lo más puro Olivia Dunham… vas ¡al límite!

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Este pasado fin de semana decidimos ir a dar una vuelta y sencillamente, dejarnos llevar por el ambiente edimbugués. La ciudad estaba literalmente abarrotada de gente, pero aún así lo mejor fue ir a la altura del castillo y empezar a andar por la Royal Mile hacia el parlamento parando en cada espectáculillo callejero que nos encontrábamos. Daba igual, y entre otras cosas tuvimos la ocasión de ver a un mago antipático que sacaba un melón del sombrero, a unos músicos zarrapastrosos que parecían sacados del Bronx, un gaitero, un predator, un guitarrista hippie de uñas largas que tocaba flamenco, un malabarista malote y un hombres esperpéntico de aspecto sarnoso que inflaba globos, chupaba patatas fritas y se tiraba a los morros de jovencitas indefensas…desde luego cosas de lo más variopintas y cuanto menos que alucinantes.

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Lo mejor que se puede hacer al venir al festival es dejarse llevar. Muchas de los espectáculos requieren comprar entrada, pero hay muchos otros que son gratis. Existe un catálogo y hasta una aplicación para el móvil, pero si hay tiempo (y has tenido la suerte de encontrar alojamiento sin empeñar un riñón), yo recomiendo ir a alguno de los locales (venues), entrar y esperar a ver que pasa. Eso mismo hicimos nosotros. Fuimos buscando unos monólogos y acabamos en una competición de ukelele, una locura presentada por una señora vestida de folclórica con una guitarra en la cabeza. En un principio me pareció estar en la misa de los miércoles del colegio cantando el «alabaré, alabaré», pero aunque hacía un calor horroroso…lo disfrute como un enano y me pareció la mar de entretenido. Tanto, que ahora tengo unas ganas locas de aprender a tocar ese cacharro.

Pues eso, que el festival es una pasada y que no hay tiempo suficiente en treinta vidas para poder ver o ir a la mitad de cosas que ocurren en un sólo día. Nosotros para quitarnos un poco el mono, vamos a volver el fin de semana que viene  a seguir empaparnos un poco del festival antes de que se acabe. ¡Creo que de vez en cuando vienen bien unas sesiones de aglomeraciones y alboroto para no olvidar tus raices!