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O «mummy duck strikes back», que queda mucho más molón. Después de un año en el laboratorio dundiano ha llegado el momento de retomar frases pasadas y demostrar mis encantos con un nuevo patito, mi primer patito como postdoc en el extranjero.

mama-pato

 

Durante la tesis ya me tocó hacerme cargo de unos cuantos pobres estudiantes que llegaban temerosos y a ráfagas al 1.4.1. Con todos ellos me tocó pasar por los protocolarios momentos de enseñanza primaria con los temas estrella: pipeta, campana, tubo, matraz, bote. Algunos de estos patitos llegaron a convertirse en auténticos compañeros de batalla, otros…pasaron a la historia. Y bueno, es verdad que ver que cuando ves que la gente sigue adelante en parte gracias a las cuatro cosillas que les has enseñado…te hace sentir bien.  Eso sin contar claro está, con los momentos de morderse la lengua por la desesperación haciendo cuentas o los momentos de tensión total ante la incertidumbre de salir todos volando por los aires por usar unas prácticas poco ortodoxas. Todos esos momentos no tienen desperdicio y son los que luego pasado el tiempo recuerdas con más cariño.

En mi caso, el término mamá pato nació cuando en uno de esos veranos, no uno, ni dos, ni tres, sino tres estudiantes entraron a la vez en el laboratorio como si no hubiera otra cosa que hacer durante el verano que ir a meterse en un cuchitril lleno de aparatejos de destrucción masiva a pasar el tiempo. Esta vez, y ante la saturación mental que me producía aquella situación, decidí que por aquello de no perder mucho tiempo e ir uno por uno y ya que no me quedaba otra que hacerlo, enseñarles las cosas básicas del centro  y a comenzar a trabajar en cultivos a todos a la vez.  De ahí que los paseos por todo el IIB suscitaran las risitas del personal y se me acabara conociendo con ese nombre o asociándome a la pegadiza canción infantil. 

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Ahora ha llegado el momento de escribir un nuevo capítulo en mi curriculum docente. A partir del lunes tendré una estudiante griega durante 4 meses. Por un lado me hace ilusión, pero por otro también tengo la presión de no poder quedar mal, así que me parece que estos días me voy a pegar unas buenas sesiones de estudio para que no me pille desprevenido y tenga que salirme por la tangente y hablarle de fútbol (estrategia que sin duda seguiré si veo que la cosa se pone chunga). Además esta vez tiene el detallito extra de que ya no puedo pasarle el marrón al jefe si veo que la cosa se complica o si no se que hacer, así que espero saber demostrar mi digievolución y estar a la altura. Una cosa de la que me alegro es que este primer estudiante no sea británico. No es que no confíe en mis conocimientos de inglés nivel Shakespeare, pero sí es cierto que relaja un poco más saber que puedes utilizar un acento más mediterráneo a la hora de comunicarte.

Así pues, ya iré contando mis nuevas experiencias de mamá pato. Espero que me de para tantas batallitas como las anteriores, por que si es así esperaré impacientemente la llegada del siguiente patito…

gar laboratorio

Hay momentos en la vida en la que por una conjunción de casualidades te ves destinado a tener que poner tus genes en juego y comprobar si realmente hay ciertas habilidades que te han llegado en herencia o si en cambio se han perdido para siempre. Puede ser una rallada filosofal muy chunga, pero creo que todo todo el mundo habrá oído alguna vez hablar de gente cuya familia ha sido desde siempre conocida por sacar en todas las generaciones grandes médicos, grandes arquitectos, deportistas u holgazanes olímpicos. En mi caso no creo que haya una habilidad ancestral concreta que me metiera presión acerca de donde tener que dirigir mis pasos, pero si es cierto que la gastronomía es algo que ha pegado fuerte al menos desde hace unas cuantas generaciones. Por una rama de la familia o por la otra el tema de las habilidades culinarias pega bastante fuerte, y uno nunca sabe si esto se ha heredado, se desarrolla espontáneamente o si requiere la invocación a algún ser divino oculto en la mazmorra más alta del castillo más remoto protegido por el dragón más terrorífico jamás visto.

El tema de la herencia se debe a que ayer tuve que enfrentarme a uno de los mayores retos que un nieto puede tener: emular las rosquillas de su abuela. Desde antes de que el mundo fuera mundo y de que yo supiera decir las alineaciones del Madrid de memoria, las rosquillas de mi abuela han sido una de las cosas más preciadas que mi tracto digestivo haya podido disfrutar. Ese refrito de harina bien atiborrado de azúcar y con ese toquecillo anisado… mmmmhhh, una delicia ¡a tope de nutritiva! En Dundee no se por que motivo ya nos hemos tenido que enfrentar a varias sesiones gastronómicas exclusivamente de dulces, a las que la comunidad hispana hemos decidido bautizar como «Fiestas de la Diabetes».

rosquillas

Ayer, para celebrar el último día del verano — según el calendario gregoriano, por que aquí el verano hace unas semanas que se marchó — y la pseudo-despedida de nuestra joven compañera María (alias prima come cacahuetes de mono), nos reunimos en torno a una mesa con cocas de vidrio, buñuelos de calabaza, roscos fritos, rosquillas, pan de Calatrava,  mini-crepes y un platito de azúcar por si a alguno le parecía poca sustancia. ¡Ah!, y una tazita de chocolate Valor para remojar. En definitiva, una bomba sacarósica que a más de uno le ha hecho pasar una noche un tanto…pesada.

2013-09-21 19.14.17

En un principio había decidido darle una segunda oportunidad  a las torrijas e intentar repetirlas para perfeccionar la técnica, pero una semana un poco ajetreada me impidió poder ir al único reducto dundiano en el que se puede encontrar pan decente (el Lidl). El tema es que como aquí el pan no se pone duro hasta que no pasa bastante tiempo sino que se hace chicloso los primeros días, no me hacía disponer del tiempo suficiente para tener la mejor materia prima con la que enfrentarme a los fogones. Así que decidí echarle valor, utilizar el comodín de la llamada y despertar en mi el conocimiento necesario para hacer las rosquillas de la abuela. Sin mucho tiempo para dudar, el sábado por la mañana me encontraba nervioso en el Tesco comprando rápidamente todo lo que necesitaba — era la primera vez en mi vida que compraba levadura — y me enfrentaba desafiante a mis genes y a la encimera de la cocina.

El tema de hacer la masa no fue complicado… hasta el momento en el que la receta decía: «añadir un vasito de anís chinchón seco«. ¿Y dónde se encuentra eso en Escocia? En ninguna parte. Así que siguiendo el consejo procedente de la segunda generación, decidí arriesgar y sustituir al anís por…un whisky de 15 años. Ahí lo tenéis, las rosquillas legendarias de mi abuela digi-evolucionadas a rosquillas al whisky por culpa del hereje de su nieto. El asunto era de alto riesgo, por que podía literalmente emborrachar la masa y dejarla para alimentar dundonians a la puerta del pub durante una semana, pero allí seguí yo, paso a paso echándole todo y dándole vueltas y vueltas…

Tantas vueltas le debí dar a la masa que debí marear hasta a la levadura, por que aquello no subía ni aunque se lo pidieras de rodillas. Y es que la receta decía: «cubrir con un paño y dejar reposar a temperatura ambiente durante un par de horas». Y esas condiciones en Escocia tampoco existen o al menos son completamente diferentes. Así que tras media hora decidí probar con el radiador y un montón de preposiciones (a, ante, bajo, tras, hacia, sobre, tras…), con el mismo resultado, aquello estaba liquidorro y no cogía cuerpo. Finalmente solucioné el problema con una llamada un tanto complicada al origen de la receta, a la fuente primaria: la abuela. La complicación era debida a la falta de harina, por lo que la solución era, por suerte, sencilla.

Describir la tensión en el momento de echar las rosquillas a freír…es complicado. Darle la forma apropiada era de nivel de Super Saiyajin 3, así que tras varios intentos decidí no meterme demasiada presión y no hacer muchas virguerías la primera vez. Así fueron entrando a la bañera de aceite de girasol –sí, ya se, segundo pecado capital, pero es que la economía no está como para gastar el preciado tesoro del aceite de oliva virgen extra–, y saliendo listas para el alicatado final. Las primeras salieron más tostaditas, pero tan monas ellas…que casi suelto una lagrimilla al ver mi primera rosquilla sobre el plato. Snifff.

Llamé a Marta para que las catara, por que yo no me sentía con fuerzas de someterme a semejante presión. Sentía como ojos y ojos de generaciones remotas me miraban amenazadoramente, a mí y a mi rosquilla. Y oye, no se si fue por no querer hundir mi moral o por que realmente alguna intervención divina a modo de «Maruja mezclo el agua con el aceite» o al estilo «del tío Paco con la rebaja» habían intercedido, pero nos gustaron bastante más de lo esperado. Así que seguí adelante y allí estuve friendo un buen rato y echándoles un carro de azúcar por encima. Una obra de arte a las que bauticé como «rosquillas de la abuela al whisky».

Y finalmente la recepción fue buena, así que la alegría fue doble. Una liberación el quitarme la presión de encima y mucha tranquilidad al saber que las teorías evolutivas se habían comportado. De hecho, tanto han funcionado que vamos a estar comiendo rosquillas el resto de la semana. Si llegamos un poco chispados a trabajar…no es nuestra culpa, se la echaremos a la evolución y a la intromisión de los escoceses en las recetas belinchoneras.