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Noche de tapas, que cosa tan común para todos y que manera tan fácil de hacer feliz a un grupo de personas de alrededor del globo. Desde luego, no hay mejor manera de juntar y agradar a la gente que teniendo enfrente una mesa bien llena de comida. Así no hay problemas culturales, diferencias ideológicas o rivalidades laborales que echarse a la cara. Está claro que antes de discutir con alguien lo que se debería hacer sería poner una mesa con unas cuantas cosas que picar, seguro que así el problema se sofocaría y se gastarían menos energias en pronunciar palabras inútiles. Y no es que haya descubierto la pólvora, ya desde tiempo inmemoriales los romanos ya hacían sus bacanales, los griegos sus banquetes y los madridistas comían pipas en el Bernabeu. ¿Por qué no hacemos hoy en día el resto lo mismo? Esa es mi reflexión de hoy.

No es que haya discutido con nadie ni que tenga intención hacerlo en el futuro, simplemente me llama la atención el efecto «me la suda todo» que tiene sobre un grupo de personas el que se diga la frase «podemos empezar ya». Eso paso el fin de semana pasado, cunado organizamos una noche de tapas en casa en el que cada pareja — con su respectiva oveja — tenía que traer algo de picar, cenar y después someter los platos a votación para darle un poco de morbo al asunto y elegir la tapa de la noche. Según iba llegando la gente a casa íbamos colocando los platos en la mesa y poniéndoles su correspondiente cartelito con el nombre para tenerlos bien identificados. Mientras esperábamos a que llegaba todo el mundo estuvimos haciendo lo típico, hablando de trabajo, criticando a fulanito, aprendiendo a decir una palabra en doscientos idiomas diferentes… Así hasta el momento de abrir la veda, en ese momento ya no hablaba ni McPaco. La mirada de la gente era como el ojo de Sauron, distraída completamente hasta el momento en el que el anillo te caía en el dedo –entiéndase anillo como la tapa y el dedo como el plato, por si hacia falta clarificarlo.

Y para tapas los colores que diría el refrán. Empanadillas, pinchitos de morcilla escocesa, chorizos al whisky, sushi, cordero indio, paella, banderillas, tostas de champiñones con queso fundido, huevos con patatas, gambas con guacamole, arepas, sangría, ron melón… oye, a lo tonto nos salió una mesa de lo más digna. Y ya no hablar de lo bien que ha venido para afrontar la semana con suficientes reservas en el estómago y en la nevera. La cantidad de sobras ha sido capaz de alimentarnos copiosamente durante dos días, un lujo. Igual hasta repetimos dentro de unas semanas cuando veamos que salen arañas en el fondo de la nevera –aunque aquí eso no es un gran problema por que las culonas están por todas partes en esta época. En esta primera edición del concurso el ganador fue el que se marcó una paella de marisco como dios manda, con sus cigalitas y todo. Por una vez me alegré de que alguien se saltara las normas, y dejara de lado el «traer cada uno una tapa» por un «traer una paella» para 15 personas. Efectivamente aquí nuestro colega Sambit se marcó una señora fuente de paella que nos dejó a todos boquiabiertos. Vamos, tan alucinado me dejó que estuve por darle mi pasaporte. Le dije que si iba con esa fuente a la embajada en Edimburgo le daban el visado, la nacionalidad y unas vacaciones en Torremolinos, eso seguro. Pero ole, allí se fue el tio tan contento con su trofeo de vencedor del primer concurso de tapas «Casa Marta» y su capa de superheroe castizo.

Al final de la velada decidí intentar colar la idea de que el vencedor tendría que preparar su «tapa» en versión plato principal a lo grande en un siguiente evento. Creo que por esta misma razón los votos fueron dirigidos a la paella y no a otras tapas pequeñas. Somos científicos, pero no tontos como el de Media Markt. Y menos mal que no gané yo, por que como me tuviera que poner a preparar empanadillas otra vez a diestro y siniestro creo que esta vez la bola come harina habría acabado conmigo. Así que ahora lo que estamos es a la espera de una paella india que pueda alimentar a una mesa tan grande como de del concurso del anuncio de Fairy. Esto promete.

Vivir rodeado de plantas es algo encantador. Alegran la casa, dan algo más de intimidad tras las ventanas y si tienes suerte y eres un tanto aventurero hasta en ocasiones pueden darte de comer. Pero las plantas pueden ocultar misteriosos secretos, secretos que en algunas ocasiones llevan ojos y antenas incorporados: los áfidos. Estos repugnantes insectos del infierno se encuentran entre nosotros, ¡nos atacan! Tú crees no verlos y vives en paz y armonía con el medio ambiente, pero realmente lo que el medio ambiente está haciendo es jugarte una mala pasada. Es por esta razón por la que ser ecológico puede llegar a ser desesperante, más que nada por que estos desgraciados se ríen en tu cara cuando les echas algo ecológico encima. Son los últimos supervivientes, el eslabón perdido que la humanidad ha estado buscando desde hace siglos para comprender por que dejamos de cosechar tomates y pasamos a comprarlos en bolsas de plástico en el supermercado.

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Pero como por desgracia necesitamos plantas para vivir, tenemos que plantarles cara cueste lo que cueste. Y vaya que si está costando, así que a modo de protesta y a lo Victoria Beckham alzo mi voz al cielo y grito que sí, ¡mi casa huele a ajo! Marta ha entrado en modo Guerra mundial Z y ahora mismo vivimos en una trinchera en la que sólo puede salir un vencedor: los áfidos o ella. Yo me he declarado sujeto neutral en esta guerra. Eso significa que soy un mero transportador de macetas, pelador de ajos o repara flu-flus de esos que pulverizan agua. Por que sí, ella ha entrado en modo Bruja Piruja y se ha pasado las dos últimas semanas preparando potingues de olores repugnantes que matarían hasta el último de los parásitos intestinales de nuestro cuerpo si pudieran olerlos, ¡qué peste! Esos brebajes van colocados meticulosamente en frascos de cristal pintados de colores llamativos como si de trampas para ratones se trataran. La cuestión es que los bichos estos deben ser retrasados mentales por que les mola lo de suicidarse. Eso o cuando lo ven piensan que ha llegado y han abierto la piscina municipal al lado de su partícular Burger King que en este caso sí, son las plantas del hogar.

Nota del autor: Los garbanzos de la foto no han sido utilizados para fabricar armas de destrucción masiva. En tiempo de guerra es difícil discriminar lo que es la zona bélica de lo que es la zona del rancho para los soldados. Aún así, se garantiza que no hubo la menor interferencia entre unos asuntos y otros y que ningún garbanzo resultó herido durante este conflicto. 

El desarrollo de la batalla es lento. Hace pocos días descubrimos que el enemigo posee un complejo mecanismo de defensa: la partenogénesis. El arma letal de estos endiablados monstruos es reproducirse como locos sin necesidad de darle a ningún tipo de menester. Es como si llegaras a casa después de salir de fiesta y vieras a tu madre con un montón de mini-ellas por todas partes. ¿Qué pensarías? Sí, efectivamente, sería una pesadilla. Por esta razón hay que actuar rápido y atacar sin pensar, espolvoreando veneno de ajo y machacando bichitos con la mano sin parar. Por nuestro lado estamos teniendo bajas. Unas bonitas flores que compramos hace unos meses en Brechin y de las que no me acuerdo de su nombre pero se parecían a unas que aparecían en Alicia en el país de las maravillas, han pasado a mejor vida. Otras como la Scottish marigold están resurgiendo de sus cenizas cual ave Fénix, lo cual nos hace tener esperanzas de que esta tragedia pueda tener un final feliz. Pero ellas también están sufriendo, retroceden posiciones y buscan refugio entre la mierdecilla que queda en las macetas.

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Sin embargo lo que más trabajo está suponiendo es salvar la vida de nuestra preciosa tomatera. Es terrorífico, por que tras dos meses esperando para que está belleza de metro y medio de altura nos diera unas cuantas flores, ahora que finalmente que parecía que salía para adelante…intenta ser atacada por estos bichos. Nuestro polinizador oficial, Javi, hizo unos esfuerzos sobrehumanos este pasado fin de semana haciendole «hojitas» a la tomatera para que nos diera unos frutos grandes y hermosos. Y en cierto modo no lo hizo mal, por que ahora mismo tenemos ocho proto-tomates que esperemos que nos den para una buena ensalada una vez cesen estos dramáticos vientos de guerra. Pero no podemos permitirnos un traspié ahora que les tenemos acorralados y hay que asestarles el golpe final.

Pero para que todo esto ocurra tenemos que salir de casa. La explosión de ajo ha sido tal que yo creo que espanto dundonians cuando paseo por Perth Road. La guerra continua pero nosotros nos vamos de vacaciones. Espero que cuando volvamos la cosa esté mejor o sino ya me veo comprando mariquitas en Amazon o mandando a Marta a un psiquiatra, por que no creo que salga bien de esta. Y es que no importa que la casa huela a ajo o a sobaco, por que parafraseando a una gran figura intelectual del siglo XXI que es más fea que un áfido preñado,  «nosotros por nuestros tomates, ma-ta-mos».

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He decidido ponerle este título a la entrada echando cuentas  de lo que ha sido la última visita que hemos tenido y que me hizo acordarme  de la película pastelona esa de nombre similar. No se que es lo que tienen los dígitos, fechas y estadísticas que me vuelven tan loco. Aparte de llevar el control de lo que gastamos de luz, de cada cuanto tenemos que recargar el teléfono de invitados y de cuantos kilómetros –perdón, millas– le hemos hecho al coche, en mi cerebro todavía queda hueco para recordar una y cada una de las visitas que hemos tenido en estos casi dos años que llevamos en Dundee ya. Y es que con esta han sido ya diez veces las que hemos sacado a relucir nuestras habilidades hospedadoras, que esperemos que hayan sido de agrado del personal. Aprovecho la ocasión para recordar a los perezosos que al contrario de lo que decía Madonna «el tiempo pasa, rapidito».

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En esta ocasión, he tenido la oportunidad de tener a la familia real al completo, con hermana y todo. Para ella era la primera toma de contacto con el mundo dundonian, y para mi todo un honor. Los preparativos no fueron muy complicados, una vez que solucionamos el tema del colchón para recrear una tercera habitación y de conseguir apañármelas para dejar a las células contentas para poder cogerme la semana de vacaciones, todos los ruegos y plegarias antes de su llegada iban dirigidos a que las nubes nos dieran una tregua de unos días y nos dejaran movernos y no tener que recurrir a estar bajo techo de pinta en pinta. No es que no quisiera darles una imagen equivocada de lo que es Escocia y sus nubarrones, pero queda un poco feo el que vengan a verte en verano aposta y estar debajo del nublo todo el rato. Vamos, que como que no mola.

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Por ideas y planes no íbamos cortos. Cada día tenía incorporado un plan B y un plan C, por los imprevistos que pudieran ocurrir. Pero incluso para mi sorpresa, hemos podido ir a casi todos los sitios que tenía planeado y que cumplían con la norma de estar a una hora de Dundee excepto la excursión estrella, la visita a la isla de Skye. Los turistas se portaron muy bien y se quejaron poco de ir embutidos como sardinas en lata en la parte de atrás del pobre Almera, al que también hay que agradecer su servicio y el haberse portado como un toro sin quejarse durante los 9 días que le tuvimos trotando por la campiña escocesa y al que le han caído la nada despreciable cifra de 1500 millas. Ahí es ná.

Haré un breve resumen de lo que han sido estos días, para que cuando pase tiempo y se me empiecen a amontonar los datos, me sirva como pequeño recordatorio del viaje. Lo haré a grandes pinceladas para no extenderme mucho, así que si no sois los aludidos podéis saltaros esta parte por que igual os resulta igual de interesante que el España-Australia del lunes.

Sábado 7: BBQ en Tentsmuir Forest y concierto en la catedral de St.Paul 

He comprendido que a mi madre le gusta hacer la peonza en la playa y que mi padre se ha declarado un enamorado de las barbacoas portátiles, es un secreto a voces que un negocio revolotea en su cabeza. Además de esto, momento histórico el del choque cultural al tirarse al cuello de los indios para darles dos besos como dos soles casi desata un conflicto diplomático. Por lo demás, bien. Por la tarde, en la catedral de St. Paul, comprendí que las clases de inglés del ayuntamiento deben ser más útiles de lo que su nombre sugiere, mi padre se leyó de cabo a rabo el programa del concierto. ¿Aburrido? No lo se, pero daba el pego de que le estaba gustando. Mi hermana, también presente, desgastaba la pantalla tactil de su teléfonolisto.

Domingo 8: Isla de May y St Andrews

El tiempo escocés es una mierda, sí, una mierda. Si no te gusta espera media hora, el verano es el día favorito de los esoceses…un montón de dichos y una sola realidad: puede llover, hacer sol y estar nublado al mismo tiempo. Otro momento a recalcar es que los estérnidos son peor que los pájaros de Hitchcock y que cuando se cabrean se cagan en tu boca, así de claro. Y los frailecillos… ains, benditos puffins. Si nos dejan un rato más acabamos como Tom Hanks en Náufrago — al menos hasta que se acabara la batería de la cámara. Más tarde, ya en St Andrews asumimos los helados se toman antes de cenar y a mi padre le gustan las ostras y los mejillones pero no el sushi por que es pescado crudo. ¿Sentido? Ninguno, pero así es él.

Lunes 9: Glasgow

En Glasgow llueve día sí, día también y las escocesas no llevan paraguas, corroborado. Nos resulta un tanto hostil y se hace patente de que a pesar de que tiene un montón de tiendas cucas y molonas, no nos gusta. Hay algo turbio en su ambiente que no nos hace que la cojamos cariño. El metro parece de juguete y mi madre tiene tintes racistas y discriminatorios por su tamaño y la manera en la que los conductores cierran las puertas. La universidad en cambio, si que nos gustó. Muy inspiradora, así que usamos sus baños. Estaban limpios.

Martes 10: Castillo de Dunnotar y Glen Clova

El verano existe, puedo llevar pantalones cortos un rato. Mi madre se siente como las de Arriba y Abajo y mi hermana se hace más selfies que Miley Cyrus en un concierto de los Ramones. El castillo resulta inspirador pero casi no entramos por falta de monedas. A la hora de comer, casi dejamos al establecimiento sin provisiones y al carrito de los postres sin ruedas. Matamos por encontrar un buzón, el servicio de correos del Reino Unido echa humo. En el Glen Clova primera gran cagada, me equivoco de ruta y no llegamos a la maldita cascada. Esto provoca un estado de flojera el cual aún no he encontrado explicación. No podemos tomar café con nubes por que en este país las cafeteras cierran a las cinco. Cosas que pasan.

Miércoles 11: Destileria de Edradour, Pitlochry,  The Hermitage y celebración de cumple en Auchmithie

Descubro con alegría que mi padre puede correr. Si hay whisky y la visita ha empezado, pone su mejor ritmo incluso cuesta arriba. Mi hermana dice que le gusta pero es mentira. Cumple 25, va de chula, pero se le siguen dando la vuelta los ojos cada vez que le da un trago. El Hermitage nos trae paz, nos molan las cascadas y creo que empieza a crecer la idea de que vivir en Escocia mola. La ceremonia pasa por un momento de tensión umbilical en el momento en el que el salmón está en un estado que no sabemos si es el correcto. En lonchas o en lomo, en ensalada o en almibar, ahumado o fermentado. ¿El huevo o la gallina? No, señor. Dígame como está el salmón y moveré el mundo.

Jueves 12: Edimburgo

Vuelta a los orígenes. Algo tiene esta ciudad, pero si les llevo aquí no fallo. El cañonazo de la una en punto sigue siendo algo emocionante, el bocadillo de cerdo algo para lo que partirse de risa y la comida india un nuevo descubrimiento: no da gases. Comer con zumos en vez de con cerveza conlleva poner caras similares a las del hombre de las cavernas con el descubrimiento de la rueda. Los documentales de La 2 tendrían para rato con nosotros. Nos molan los palacios en los que hay camas con cortinas, pero nos recuerdan al palacio de Aranjuez. ¿Quedarán rincones de Edimburgo que no hayan pisado? Lo dudo, pero les da igual. Nos gusta Edimburgo, Glasgow KK.

Viernes 13: Dundee y Fort Augsutus

Dundee, ese gran desconocido. Me recalcan varias veces que la mantequilla aquí es buenísima, no repite nada. Aún así pretendemos tomar un Scottish breakfast pero se nos junta el desayuno con la comida. Llevan 7 días aquí pero la adaptación sigue siendo complicada. Mi madre se compra un chubasquero que se podría ver desde otra galaxia, pero ella va tan pichi. Hacemos pisitos y caquitas de órdenes de magnitud incomprensibles y partimos hacia Skye. Por el camino descubrimos un hotel en principio abandonado pero que resulta ser la cuna de las «gorditas» del fish and chips. En Fort Augustus tienen su primera experiencia vital con un B&B. Cuantas cosas estamos aprendiendo en este viaje.

Sábado 14: Castillos de Urquhart y Elian Donan. Skye y playa de coral de Dunvegan

Por fin el lago Ness. Llevamos ya casi mil millas, tres viajes a Escocia y es la primera vez que ven el lago Ness. No encuentran al monstruo, pero el día brumoso en el castillo de Urquhart hace que hasta te lo puedas imaginar. No les decepciona tanto como pensaba, será que se lo había pintado muy mal. No encontramos a Sean Connery en el castillo de Eilean Donan haciendo el Inmortal pero a mi madre le encantan sus cocinas, son una maravilla según ella. En Skye empieza la fiebre del cordero, creo que nos gustan tanto o más que los puffins. La playa de coral es como una experiencia religiosa de Enrique Iglesias, pero nos da hambre. Arde Troya, no hay más que un bar de locales y un restaurante que resiste al invasor extranjero. Nos hacemos con el, llenamos el buche. Estamos salvados. Celebración tardía en la posada de los 100 whiskys. O nos vamos a la cama o acabamos con el esofago como para hacer cinturones.

Domingo 15: Vuelta a Skye, palizón de vuelta y fin de fiesta

Este desayuno está mejor que el anterior. Repetiremos esto a lo largo del día, tanto como lo harán los haggis en nuestro tubo digestivo. Skye nos ofrece hoy más corderos, el faro de Neist Point, y vueltas y vueltas a la isla….Vacas que se ponen en fila, corderos que parecen posar para ser retratados. Nos da pena marcharnos, mi madre y mi hermana sueltan un «Ooooooooooh» al cruzar el puente que podía recordar al grito de William Wallace al darse cuenta de que su querida había…. no lo diré, soy un spoiler free. La vuelta en coche nos deja echos un siete, pero estamos en la cama antes de las 12, que sino Marta se convierte en Gremlin y a ver quien la aguanta. Acaba la fiesta.


Como he dicho antes, para esta entrada he decidido ser algo más telegráfico. He supuesto que a nadie le iba a importar un carajo lo que contara y que probablemente sólo fuera a echarle un vistazo a las imágenes, así que he decidido ahorrarme la molestia de novelar el viaje. Además, como me pusiera a ello probablemente tuviera que escribir el «¿estás bien?» como un millón y medio de veces y como que no es plan de eso.

Así que aquí acabo el resumen a estos días. Debo ser masoquista, por que aunque nos lo hemos pasado muy bien mejor me lo estoy pasando ahora volviendo a la rutina. No me voy a quejar de el tener vacaciones, pero que caos el de desconectar y tener que volver a reconectar. Me gustan las visitas, ya lo he dicho otras veces. Espero con impaciencia la siguiente que aunque seguro que no será tan intensa por que ya me quedo con sitios a los que ir, seguro que estará llena de coletillas y momentos interesantes que recordar hasta la posteridad.

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Hay momentos en la vida en la que por una conjunción de casualidades te ves destinado a tener que poner tus genes en juego y comprobar si realmente hay ciertas habilidades que te han llegado en herencia o si en cambio se han perdido para siempre. Puede ser una rallada filosofal muy chunga, pero creo que todo todo el mundo habrá oído alguna vez hablar de gente cuya familia ha sido desde siempre conocida por sacar en todas las generaciones grandes médicos, grandes arquitectos, deportistas u holgazanes olímpicos. En mi caso no creo que haya una habilidad ancestral concreta que me metiera presión acerca de donde tener que dirigir mis pasos, pero si es cierto que la gastronomía es algo que ha pegado fuerte al menos desde hace unas cuantas generaciones. Por una rama de la familia o por la otra el tema de las habilidades culinarias pega bastante fuerte, y uno nunca sabe si esto se ha heredado, se desarrolla espontáneamente o si requiere la invocación a algún ser divino oculto en la mazmorra más alta del castillo más remoto protegido por el dragón más terrorífico jamás visto.

El tema de la herencia se debe a que ayer tuve que enfrentarme a uno de los mayores retos que un nieto puede tener: emular las rosquillas de su abuela. Desde antes de que el mundo fuera mundo y de que yo supiera decir las alineaciones del Madrid de memoria, las rosquillas de mi abuela han sido una de las cosas más preciadas que mi tracto digestivo haya podido disfrutar. Ese refrito de harina bien atiborrado de azúcar y con ese toquecillo anisado… mmmmhhh, una delicia ¡a tope de nutritiva! En Dundee no se por que motivo ya nos hemos tenido que enfrentar a varias sesiones gastronómicas exclusivamente de dulces, a las que la comunidad hispana hemos decidido bautizar como «Fiestas de la Diabetes».

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Ayer, para celebrar el último día del verano — según el calendario gregoriano, por que aquí el verano hace unas semanas que se marchó — y la pseudo-despedida de nuestra joven compañera María (alias prima come cacahuetes de mono), nos reunimos en torno a una mesa con cocas de vidrio, buñuelos de calabaza, roscos fritos, rosquillas, pan de Calatrava,  mini-crepes y un platito de azúcar por si a alguno le parecía poca sustancia. ¡Ah!, y una tazita de chocolate Valor para remojar. En definitiva, una bomba sacarósica que a más de uno le ha hecho pasar una noche un tanto…pesada.

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En un principio había decidido darle una segunda oportunidad  a las torrijas e intentar repetirlas para perfeccionar la técnica, pero una semana un poco ajetreada me impidió poder ir al único reducto dundiano en el que se puede encontrar pan decente (el Lidl). El tema es que como aquí el pan no se pone duro hasta que no pasa bastante tiempo sino que se hace chicloso los primeros días, no me hacía disponer del tiempo suficiente para tener la mejor materia prima con la que enfrentarme a los fogones. Así que decidí echarle valor, utilizar el comodín de la llamada y despertar en mi el conocimiento necesario para hacer las rosquillas de la abuela. Sin mucho tiempo para dudar, el sábado por la mañana me encontraba nervioso en el Tesco comprando rápidamente todo lo que necesitaba — era la primera vez en mi vida que compraba levadura — y me enfrentaba desafiante a mis genes y a la encimera de la cocina.

El tema de hacer la masa no fue complicado… hasta el momento en el que la receta decía: «añadir un vasito de anís chinchón seco«. ¿Y dónde se encuentra eso en Escocia? En ninguna parte. Así que siguiendo el consejo procedente de la segunda generación, decidí arriesgar y sustituir al anís por…un whisky de 15 años. Ahí lo tenéis, las rosquillas legendarias de mi abuela digi-evolucionadas a rosquillas al whisky por culpa del hereje de su nieto. El asunto era de alto riesgo, por que podía literalmente emborrachar la masa y dejarla para alimentar dundonians a la puerta del pub durante una semana, pero allí seguí yo, paso a paso echándole todo y dándole vueltas y vueltas…

Tantas vueltas le debí dar a la masa que debí marear hasta a la levadura, por que aquello no subía ni aunque se lo pidieras de rodillas. Y es que la receta decía: «cubrir con un paño y dejar reposar a temperatura ambiente durante un par de horas». Y esas condiciones en Escocia tampoco existen o al menos son completamente diferentes. Así que tras media hora decidí probar con el radiador y un montón de preposiciones (a, ante, bajo, tras, hacia, sobre, tras…), con el mismo resultado, aquello estaba liquidorro y no cogía cuerpo. Finalmente solucioné el problema con una llamada un tanto complicada al origen de la receta, a la fuente primaria: la abuela. La complicación era debida a la falta de harina, por lo que la solución era, por suerte, sencilla.

Describir la tensión en el momento de echar las rosquillas a freír…es complicado. Darle la forma apropiada era de nivel de Super Saiyajin 3, así que tras varios intentos decidí no meterme demasiada presión y no hacer muchas virguerías la primera vez. Así fueron entrando a la bañera de aceite de girasol –sí, ya se, segundo pecado capital, pero es que la economía no está como para gastar el preciado tesoro del aceite de oliva virgen extra–, y saliendo listas para el alicatado final. Las primeras salieron más tostaditas, pero tan monas ellas…que casi suelto una lagrimilla al ver mi primera rosquilla sobre el plato. Snifff.

Llamé a Marta para que las catara, por que yo no me sentía con fuerzas de someterme a semejante presión. Sentía como ojos y ojos de generaciones remotas me miraban amenazadoramente, a mí y a mi rosquilla. Y oye, no se si fue por no querer hundir mi moral o por que realmente alguna intervención divina a modo de «Maruja mezclo el agua con el aceite» o al estilo «del tío Paco con la rebaja» habían intercedido, pero nos gustaron bastante más de lo esperado. Así que seguí adelante y allí estuve friendo un buen rato y echándoles un carro de azúcar por encima. Una obra de arte a las que bauticé como «rosquillas de la abuela al whisky».

Y finalmente la recepción fue buena, así que la alegría fue doble. Una liberación el quitarme la presión de encima y mucha tranquilidad al saber que las teorías evolutivas se habían comportado. De hecho, tanto han funcionado que vamos a estar comiendo rosquillas el resto de la semana. Si llegamos un poco chispados a trabajar…no es nuestra culpa, se la echaremos a la evolución y a la intromisión de los escoceses en las recetas belinchoneras.