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Hay momentos en la vida en la que por una conjunción de casualidades te ves destinado a tener que poner tus genes en juego y comprobar si realmente hay ciertas habilidades que te han llegado en herencia o si en cambio se han perdido para siempre. Puede ser una rallada filosofal muy chunga, pero creo que todo todo el mundo habrá oído alguna vez hablar de gente cuya familia ha sido desde siempre conocida por sacar en todas las generaciones grandes médicos, grandes arquitectos, deportistas u holgazanes olímpicos. En mi caso no creo que haya una habilidad ancestral concreta que me metiera presión acerca de donde tener que dirigir mis pasos, pero si es cierto que la gastronomía es algo que ha pegado fuerte al menos desde hace unas cuantas generaciones. Por una rama de la familia o por la otra el tema de las habilidades culinarias pega bastante fuerte, y uno nunca sabe si esto se ha heredado, se desarrolla espontáneamente o si requiere la invocación a algún ser divino oculto en la mazmorra más alta del castillo más remoto protegido por el dragón más terrorífico jamás visto.

El tema de la herencia se debe a que ayer tuve que enfrentarme a uno de los mayores retos que un nieto puede tener: emular las rosquillas de su abuela. Desde antes de que el mundo fuera mundo y de que yo supiera decir las alineaciones del Madrid de memoria, las rosquillas de mi abuela han sido una de las cosas más preciadas que mi tracto digestivo haya podido disfrutar. Ese refrito de harina bien atiborrado de azúcar y con ese toquecillo anisado… mmmmhhh, una delicia ¡a tope de nutritiva! En Dundee no se por que motivo ya nos hemos tenido que enfrentar a varias sesiones gastronómicas exclusivamente de dulces, a las que la comunidad hispana hemos decidido bautizar como «Fiestas de la Diabetes».

rosquillas

Ayer, para celebrar el último día del verano — según el calendario gregoriano, por que aquí el verano hace unas semanas que se marchó — y la pseudo-despedida de nuestra joven compañera María (alias prima come cacahuetes de mono), nos reunimos en torno a una mesa con cocas de vidrio, buñuelos de calabaza, roscos fritos, rosquillas, pan de Calatrava,  mini-crepes y un platito de azúcar por si a alguno le parecía poca sustancia. ¡Ah!, y una tazita de chocolate Valor para remojar. En definitiva, una bomba sacarósica que a más de uno le ha hecho pasar una noche un tanto…pesada.

2013-09-21 19.14.17

En un principio había decidido darle una segunda oportunidad  a las torrijas e intentar repetirlas para perfeccionar la técnica, pero una semana un poco ajetreada me impidió poder ir al único reducto dundiano en el que se puede encontrar pan decente (el Lidl). El tema es que como aquí el pan no se pone duro hasta que no pasa bastante tiempo sino que se hace chicloso los primeros días, no me hacía disponer del tiempo suficiente para tener la mejor materia prima con la que enfrentarme a los fogones. Así que decidí echarle valor, utilizar el comodín de la llamada y despertar en mi el conocimiento necesario para hacer las rosquillas de la abuela. Sin mucho tiempo para dudar, el sábado por la mañana me encontraba nervioso en el Tesco comprando rápidamente todo lo que necesitaba — era la primera vez en mi vida que compraba levadura — y me enfrentaba desafiante a mis genes y a la encimera de la cocina.

El tema de hacer la masa no fue complicado… hasta el momento en el que la receta decía: «añadir un vasito de anís chinchón seco«. ¿Y dónde se encuentra eso en Escocia? En ninguna parte. Así que siguiendo el consejo procedente de la segunda generación, decidí arriesgar y sustituir al anís por…un whisky de 15 años. Ahí lo tenéis, las rosquillas legendarias de mi abuela digi-evolucionadas a rosquillas al whisky por culpa del hereje de su nieto. El asunto era de alto riesgo, por que podía literalmente emborrachar la masa y dejarla para alimentar dundonians a la puerta del pub durante una semana, pero allí seguí yo, paso a paso echándole todo y dándole vueltas y vueltas…

Tantas vueltas le debí dar a la masa que debí marear hasta a la levadura, por que aquello no subía ni aunque se lo pidieras de rodillas. Y es que la receta decía: «cubrir con un paño y dejar reposar a temperatura ambiente durante un par de horas». Y esas condiciones en Escocia tampoco existen o al menos son completamente diferentes. Así que tras media hora decidí probar con el radiador y un montón de preposiciones (a, ante, bajo, tras, hacia, sobre, tras…), con el mismo resultado, aquello estaba liquidorro y no cogía cuerpo. Finalmente solucioné el problema con una llamada un tanto complicada al origen de la receta, a la fuente primaria: la abuela. La complicación era debida a la falta de harina, por lo que la solución era, por suerte, sencilla.

Describir la tensión en el momento de echar las rosquillas a freír…es complicado. Darle la forma apropiada era de nivel de Super Saiyajin 3, así que tras varios intentos decidí no meterme demasiada presión y no hacer muchas virguerías la primera vez. Así fueron entrando a la bañera de aceite de girasol –sí, ya se, segundo pecado capital, pero es que la economía no está como para gastar el preciado tesoro del aceite de oliva virgen extra–, y saliendo listas para el alicatado final. Las primeras salieron más tostaditas, pero tan monas ellas…que casi suelto una lagrimilla al ver mi primera rosquilla sobre el plato. Snifff.

Llamé a Marta para que las catara, por que yo no me sentía con fuerzas de someterme a semejante presión. Sentía como ojos y ojos de generaciones remotas me miraban amenazadoramente, a mí y a mi rosquilla. Y oye, no se si fue por no querer hundir mi moral o por que realmente alguna intervención divina a modo de «Maruja mezclo el agua con el aceite» o al estilo «del tío Paco con la rebaja» habían intercedido, pero nos gustaron bastante más de lo esperado. Así que seguí adelante y allí estuve friendo un buen rato y echándoles un carro de azúcar por encima. Una obra de arte a las que bauticé como «rosquillas de la abuela al whisky».

Y finalmente la recepción fue buena, así que la alegría fue doble. Una liberación el quitarme la presión de encima y mucha tranquilidad al saber que las teorías evolutivas se habían comportado. De hecho, tanto han funcionado que vamos a estar comiendo rosquillas el resto de la semana. Si llegamos un poco chispados a trabajar…no es nuestra culpa, se la echaremos a la evolución y a la intromisión de los escoceses en las recetas belinchoneras.

Sí amigos, una de esas nuevas actividades que tenía en mente y a las que refería hace unos días es que se me ha cruzado un cable y he empezado una actividad que jamás pensé que haría: bailar. Viendo que la dinámica que llevaba me conducía inevitablemente ha acabar siendo un sujeto parecido a Willie el jardinero, convencí a unos cuantos compañeros del laboratorio para dar un giro a nuestras vidas y meternos de lleno en la cultura escocesa. Ni nada más ni nada menos que hemos comenzado  un curso de ceilidh, la danza tradicional escocesa.

willie

Todo comenzó como la clásica gilipollez de grupo. Nos llegó al laboratorio publicidad de los cursos que ofertaba el Dundee College y entre ellos nos llamó la atención el que se llamaba «Ceilidh Dancing for all», un curso de tres meses que podría catapultarnos al estrellato y con el que podría sorprender a todos mis admiradores en los futuros eventos dundianos. Yo ya os había comentado que en alguna ocasión había estado en algún baile de estos en los que literalmente te partes de risa al ver a todo el mundo pegando saltos y lanzando mujeres, aunque nunca se me habría ocurrido que llegaría a tomármelo tan en serio como para ir a clases. Pero la cosa se fue gestando lentamente, nos fuimos animando…. y os podéis hacer a la idea de que la conversación que nos llevó a apuntarnos al curso incluyó los también clásicos «venga, vamos a hacerlo», «¿sí?, si te apuntas me apunto», «puede estar gracioso», «no hay huevos», «esto va a ser increíble-ble»…  Total, que nos acabamos apuntando estando casi convencidos de que el curso no saldría adelante por no haber el número mínimo de personas. ¿A quién más se le iba a ocurrir algo así?

Pero como estoy escribiendo esta entrada, obviamente quiere decir que esto no pasó y que hoy ha sido el primer día en el que Bob, Armel, Julia, Emma y yo mismo, como representantes selectos de la élite científica de este país hemos dado nuestros primeros pasos en el aprendizaje de esta danza milenaria.

Ceilidh

Desde por la mañana hemos estado nerviosicos perdidos pensando en cómo sería el curso, quiénes serían nuestros compañeros y cuál sería la edad media del grupo. Y desde luego la clase ha sido todo un número. Ver a 16 personas en circulo, callados y dando paso hacia adelante y hacía atrás dados de la mano no tenía precio. Por un momento me ha parecido estar en un grupo de reintegración de politoxicómanos y me he llegado a plantear que había sido una tontería suprema gastarnos el dinero en eso. Pero según iba pasando la clase e íbamos sudando y rompiendo el hielo, la cosa ha cambiado y hemos acabado pasando un buen rato y haciendo más ejercicio del que pensaba. Lástima que no haya podido coger la cámara de fotos y retratar el momento. Como comprenderéis me ha dado un poco de vergüenza decirle a la gente el primer día que se quedaran quietos que iba a hacer unas fotos para colgar en mi blog. Estaba más preocupado en intentar sorprender a mis nuevas compañeras de baile y dejar bien alto el pabellón, que en inmortalizar el momento.

Así que el primer balance del curso ha sido positivo. Hoy no he conseguido quedarme con los nombres de todos, pero entre los más destacados está una señora que bailó ceilidh en el colegio cuando era joven y que ahora está ahí para hacer ejercicio aunque casi echa los higadillos ya en la primera clase, otra también madurita que está espídica perdida y me ha dicho que yo debería ser Flamenco Dancer y luego también me ha caído bien Jim, un hombrecillo escocés que podría pasar perfectamente por belinchonero y que me llama Alriki por que Alberto debe ser lo más exótico que ha oído en su vida. Pero sobretodo lo que más me ha gustado es que la profesora al acabar la clase haya dicho «gracias por compartir vuestros sudores conmigo». Eso me ha llegado al alma, no puedo esperar hasta la semana que viene para seguir contando nuestras evoluciones. Eso sí, el próximo día me pongo la ropa del gimnasio, esto va en serio.

satan