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Los 10 kilómetros de Monikie se están convirtiendo en una tradición deportivo-gastronómica que me llena de orgullo y de satisfacción las piernas y el estómago a partes iguales. No es que estuviera yo muy obsesionado con batir las mejores marcas de la historia, no, yo iba más bien preocupado en bajar de los 52 minutos del año pasado pero dejando margen suficiente para el año que viene hacer un tiempo mejor y pensar que aún no he llegado mi límite. No se si será una técnica útil para engañar al cerebro, pero desde luego seguro que el año que viene me hace sentir mejor. Entrar en la treintena y seguir mejorando los tiempos… bueno, no quiero pensar aún en eso que todavía queda mucho, mucho, mucho tiempo. Es mucho más agradable asociar Monikie a grandes comilonas.  Si el año pasado celebramos la carrera en el Tapas Bar de Broughty Ferry, este año hemos cambiado la gastronomía pero no el nivel: el Nahm-Jim de St. Andrews.

goku comiendo

 

El día ciertamente no invitaba nada de nada a salir de casa y menos a correr. No se si es que estaremos pagando el caluroso verano que tuvimos el año pasado pero da la impresión como que el nubarrón no se quiere terminar de ir. Maldonado ya nos lo venía dejando claro durante toda la semana, iba a llover sí o sí. Y efectivamente, por la mañana jarreaba y parecía que más que correr íbamos a nadar junto a los porrones moñudos –un pato punki típico de estas tierras– en los embalses de Monikie.

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Pero como a correr habíamos ido, pues eso hemos hecho, huir de la lluvia como Gremlins sin cabeza dando vueltas en circulo. Y he cumplido mi objetivo. He bajado en casi dos minutitos la marca del año pasado, y aunque he de confesar que he acabado desfondado –como muestra mi cara en la imagen de abajo en el sprint final–, creo que es factible hacerlo algo mejor el año que viene si McSun hace el favor de aparecer. Sí, en este país siempre hay que echarle la culpa al tiempo, es el deporte nacional.

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Correr mola si al final del recorrido te aplauden y te dan una bolsita con gominolas. Pero no se por que siempre pienso, iluso de mi,  que dentro de la bolsa va a haber algo caro y maravilloso como si se tratara del bolsillo mágico de Doraemon. Efectivamente lo único que encuentras dentro de esta bolsa es una miserable barrita para pájaros, agua sin drogas y un descuento para plantillas «bon-olor».  Una decepción, nada caro dentro. Al menos lo que consuela es tener la sensación heroica esa de estar en la meta con el humillo ese que sale de los hombros viendo como el resto llega. Eso sí que es una experiencia religiosa. Eso, y ganar la clásica medallita impersonal con esa bandera ¿francesa?, ¿holandesa? Hago un inciso y lanzo la pregunta a ver si  encuentro a alguien que alguna vez se haya planteado por qué la cinta de las medallas tiene esos colores, ¿de qué país es? Yo voto Francia, pero no me baso en nada más de que siempre la miro desde arriba y es lo primero que se me viene a la cabeza. Pero como la medalla no da de comer –yo no la muerdo como Nadal, aprecio mis dientes gracias–, el protocolo exige dejarse de tonterías e irse de cabeza a la ducha y después a comer que ya hay mucha hambre y el esfuerzo bien lo merece.

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Y como hemos comido, señores. Igual la dolorosa lo ha sido un poco más que de costumbre, pero bien que ha merecido la pena. He comido tanto pescado crudo que se está poniendo ahora revoltoso mientras estoy en el sofá. Sinceramente creo que lo que quiere volver a la pecera, pero de eso no puedo hablar por que aún estoy en horario infantil y lo que me está dando pereza y mucha es salir de debajo de la manta para cumplir sus deseos. Mira que me gusta el sushi, pero la digestión del tallarín, sushi, tallarín, sushi rematado con el helado de vainilla del Jannettas… me ha dejado en KO técnico.

Resumen: Día para enmarcar, fuerzas renovadas para la semana que empieza. Monikie 2015, te esperamos. ¡Voy buscando sitio para comer!

Todo el mundo habrá oído hablar alguna vez sobre el cuento de «Las habichuelas mágicas». Sí, ese cuento que hablaba de un niño repelente que paseaba tranquilamente por su pueblo y que se encontraba a un tío raro que le daba unas judías. Nadie saber por qué, pero este las plantaba y a la mañana siguiente tenía en la puerta de su casa una planta trepadora enorme que llegaba a las nubes en las que habitaba un ogro mal oliente forrado hasta las cejas al que obviamente dejaba más pelado que el culo de un mandril. Esta fumada de cuento que nadie sabe de donde ha salido tiene algunos puntos de utilidad que sirven como moraleja para los niños: a) Coge sin dudarlo las cosas que te den los desconocidos por la calle b) Si no te gustan las judías verdes de tu madre tíralas al suelo y vete a la cama c)Toma drogas, escala árboles y roba a la gente fea todo lo que puedas, se lo merecen.

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Pues bien, los cuentos hay veces que están basados en hechos reales y hay que hacerles caso. Y no es que me haya pinchado con una rueca o que le haya dado un morreo a una paliducha desconocida dentro de una urna, no. Esta historia tiene que ver con plantas mutantes. Nunca hay que desafiar a la capacidad de crecimiento de las plantas o bien empezar a plantearse que el agua dundiana tiene alguna cosilla más que sales minerales, y que si se investiga sobre ello puede llegar a ser el bombazo del próximo Tour de Francia. Resulta que hace ya unos meses fuimos al James Hutton Institute de Invergowrie a una jornada de puertas abiertas en la que nuestra granjera más dicharachera participaba activamente. Aparte de ver tractores, semillas y granjeros con mono azul lleno de barro tuvimos la suerte de poder llevarnos a casa unas cuantas semillas de florecillas silvestres y dos macetitas pequeñas con una petunia y una tomatera.

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Sus primeros pasos fueron difíciles. Parecían mustias y frágiles, y aunque Marta las regaba con mimo nada pasaba, ni flores ni tomates tenían la más mínima intención de aparecer. Así fueron pasando los días hasta el momento en que llego la hora de irnos de vacaciones y dejarlas atrás, en «otras manos». Y ahí, en ese preciso momento algo pasó. No se si fue la alegría con la que se quedaron al perdernos de vista o si nuestra jardinera a tiempo parcial se dedicó a echarles clembuterol en el agua, pero cuando volvimos aquellas no eran nuestras tiernas e indefensas plantas.

tomatepetunia

La petunia había crecido a lo ancho y tenía cuatro o cinco florecillas moradas muy monas, pero el tomate…el tomate…esa planta había desarrollado unas dimensiones sobrenaturales, parecía que había ido al mismo gimnasio que Jean Claude Van Damm o que el niño del cuento se había presentado en nuestra casa dispuesto a hacerlo realidad. ¡Un monstruo! La pipeta de 5 mililitros a la que la teníamos atada parecía un palillo de los dientes a su lado y se desparramaba por la repisa de la ventana como si buscara comerse todo lo que encontrara a su paso. Tuvimos que correr al B&Q (el Leroy Merlin de por aquí) a comprar un palo de metro y medio, cuerda de pita y 12 litros de abono. Ahora mismo, pasado el peligro, tenemos una tomatera árbol sin tomates. Sí, como os lo cuento. Tanta gaita con el tomate para arriba y para abajo poniendo en riesgo nuestras vidas y dejando la moqueta perdidita de tierra pero luego no haber ni rastro de un mísero tomate, Marta está convencida de que van a salir, pero yo creo que se acerca el invierno y el gazpacho no nos lo tomamos ni en taza de café. Yo la única esperanza que tengo es que siga creciendo pa’rriba a ver si llega a una nube dundiana que haga correspondencia con la línea 5 y me voy el viernes a tomar algo a La Latina.