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Todo el mundo habrá oído hablar alguna vez sobre el cuento de «Las habichuelas mágicas». Sí, ese cuento que hablaba de un niño repelente que paseaba tranquilamente por su pueblo y que se encontraba a un tío raro que le daba unas judías. Nadie saber por qué, pero este las plantaba y a la mañana siguiente tenía en la puerta de su casa una planta trepadora enorme que llegaba a las nubes en las que habitaba un ogro mal oliente forrado hasta las cejas al que obviamente dejaba más pelado que el culo de un mandril. Esta fumada de cuento que nadie sabe de donde ha salido tiene algunos puntos de utilidad que sirven como moraleja para los niños: a) Coge sin dudarlo las cosas que te den los desconocidos por la calle b) Si no te gustan las judías verdes de tu madre tíralas al suelo y vete a la cama c)Toma drogas, escala árboles y roba a la gente fea todo lo que puedas, se lo merecen.

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Pues bien, los cuentos hay veces que están basados en hechos reales y hay que hacerles caso. Y no es que me haya pinchado con una rueca o que le haya dado un morreo a una paliducha desconocida dentro de una urna, no. Esta historia tiene que ver con plantas mutantes. Nunca hay que desafiar a la capacidad de crecimiento de las plantas o bien empezar a plantearse que el agua dundiana tiene alguna cosilla más que sales minerales, y que si se investiga sobre ello puede llegar a ser el bombazo del próximo Tour de Francia. Resulta que hace ya unos meses fuimos al James Hutton Institute de Invergowrie a una jornada de puertas abiertas en la que nuestra granjera más dicharachera participaba activamente. Aparte de ver tractores, semillas y granjeros con mono azul lleno de barro tuvimos la suerte de poder llevarnos a casa unas cuantas semillas de florecillas silvestres y dos macetitas pequeñas con una petunia y una tomatera.

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Sus primeros pasos fueron difíciles. Parecían mustias y frágiles, y aunque Marta las regaba con mimo nada pasaba, ni flores ni tomates tenían la más mínima intención de aparecer. Así fueron pasando los días hasta el momento en que llego la hora de irnos de vacaciones y dejarlas atrás, en «otras manos». Y ahí, en ese preciso momento algo pasó. No se si fue la alegría con la que se quedaron al perdernos de vista o si nuestra jardinera a tiempo parcial se dedicó a echarles clembuterol en el agua, pero cuando volvimos aquellas no eran nuestras tiernas e indefensas plantas.

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La petunia había crecido a lo ancho y tenía cuatro o cinco florecillas moradas muy monas, pero el tomate…el tomate…esa planta había desarrollado unas dimensiones sobrenaturales, parecía que había ido al mismo gimnasio que Jean Claude Van Damm o que el niño del cuento se había presentado en nuestra casa dispuesto a hacerlo realidad. ¡Un monstruo! La pipeta de 5 mililitros a la que la teníamos atada parecía un palillo de los dientes a su lado y se desparramaba por la repisa de la ventana como si buscara comerse todo lo que encontrara a su paso. Tuvimos que correr al B&Q (el Leroy Merlin de por aquí) a comprar un palo de metro y medio, cuerda de pita y 12 litros de abono. Ahora mismo, pasado el peligro, tenemos una tomatera árbol sin tomates. Sí, como os lo cuento. Tanta gaita con el tomate para arriba y para abajo poniendo en riesgo nuestras vidas y dejando la moqueta perdidita de tierra pero luego no haber ni rastro de un mísero tomate, Marta está convencida de que van a salir, pero yo creo que se acerca el invierno y el gazpacho no nos lo tomamos ni en taza de café. Yo la única esperanza que tengo es que siga creciendo pa’rriba a ver si llega a una nube dundiana que haga correspondencia con la línea 5 y me voy el viernes a tomar algo a La Latina.

En relación con la entrada de ayer, a la vuelta de Dublín tuvimos otra experiencia de esas que cuando te metes en la cama piensas, «¿no podrá salir todo bien a la primera alguna vez?». El conflicto esta vez estuvo relacionado con el coche, para variar. Resulta que reservamos con antelación el aparcamiento en el aeropuerto de Prestwick, al cual llegamos cómodamente, dejamos el coche, nos fuimos, volvimos… vamos, que todo transcurrió con normalidad hasta el momento de sacar el coche de allí el domingo por la noche. Para los que no hayáis estado nunca en este aeropuerto del tamaño del polígono industrial de Playmobil, os diré que el aparcamiento para larga estancia está al otro lado de la carretera y que para llegar al aeropuerto hay que cruzar una pasarela que está junto a la estación del tren y que te lleva directamente a la terminal sin tener que recurrir al suicidio maleta en mano que tiene muy poco glamour.

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Todo el mundo que tiene tablas en esto de dejar el coche aparcado sabe que aunque hayas pagado por adelantado, hay que validar el ticket antes de salir. Pero en este aeropuerto, las máquinas están en el aparcamiento de corta estancia que está pegado a la terminal, que queda al otro lado de la pasarela y que aunque no queda a tomar viento no está señalizado hasta que no estás prácticamente dentro del coche. Pues bien, como os podéis imaginar ya, Marta y Alberto no lo hicieron y cruzaron la bonita pasarela atiborrada de publicidad de «destinos calientes en España» (traducción literal), y cuando vieron los carteles de validar el billete en el otro aparcamiento dijeron, «bah, no tendremos que hacerlo, ya estará validado». Y claro, pues no, pasó lo que se veía venir, la barrera no se abría y nos decía que no habíamos pagado. En este momento de atoramiento cerebral no se me ocurrió otra cosa que volver a meter la tarjeta y…error, la barrera sí que se abrió esta vez pero habiéndonos cobrado de nuevo los dos días de alojamiento sin desayuno de nuestro Almera en tan bonito paraje.

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Todo este rollo introductorio es necesario para explicar el por qué de las sucesivas llamadas al aeropuerto y los consecuentes momentos apppsurdos para conseguir que nos devolvieran el dinero y solucionar la cagada. Esto ya me había pasado alguna vez antes, pero esta vez ya si que rizó el rizo y no podía dejar de contarlo. En castellano, cuando alguien te pregunta que le deletrees algo por teléfono se suele recurrir a decir nombres de pueblos o ciudades de nuestra geografía excepto la incomprendida Ñ y las siempre bastardas y despreciables K, X, Y y W que sólo tienen uso en matemáticas y en palabras sucias como kaka y water. Pero claro aquí aparte de grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Murcia no controlan mucho más (bueno, igual Shorreviesha y Tourgemoulinos) y aunque lo obvio es pensar que usan nombres de localidades británicas, eso no es así. Aquí se usa el alfabeto radiofónico, que es mucho más molón donde va a parar, pero que para llegar a dominarlo requiere práctica y mucha maña bélica. A mi no me termina de quedar claro el tener que empezar a decir Alpha, Bravo, Charlie por que hace que me de la risa tonta y empiece a imitar a Rambo diciendo el «Oh, Dios mio Charlie, no siento las piernas, no siento las piernas»

Así que el momento de describir la matrícula de tu coche por teléfono puede convertirse en toda una odisea. Con lo fácil que es decir G de Guadalajara y lo complicado y las letras que puede llevar hasta llegar a la bendita G de Golf. En ese momento no te sale nada, te lías más que la pata de un romano y te imaginas a Jordi Hurtado castigándote yendo a la esquina a sujetar el pequeño Larousse de rodillas mirando de cara a la pared hasta el momento que cierren Saber y Ganar por falta de audiencia. Al final tardas diez minutos en decir las tres letras de la matrícula de tu coche y cruzas los dedos para que la señorita no haya escrito cualquier otra cosa y le devuelvan el dinero a Andy, el amigo delgadito de Lucas.

Pero esto ya no me volverá a pasar más, por que me he sacado la lista del código Alpha Bravo para nunca más tener problemas con el código equivocado y la he puesto al lado del teléfono del laboratorio. Aún así pienso que son la mar de ridículos, por que con lo bien que queda deletrear en castizo no me entra que lo cambien por tales moderneces. Lo bueno es que a nosotros nos han devuelto el dinero que es lo importante y yo me he convertido en un ser más perfeccionado. De hecho creo que ya estoy cerca de ser como Van Damme en Soldado universal, así que sin más…

Corto y cambio: Bravo, Yankee, Echo.

PD. Que cojones: ¡Albacete, Denia, Illescas, Oviedo, Sevilla!