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Hola, buenas noches a todos mis lectores en esta fría noche del mes de noviembre. Para todos los amigos les deseo que sean felices en las noches dundianas. Directamente al pueblo McEncarna de noche para todos mis amigos de la radio difusión dundiana. Para ti amigo investigador, para ti amigo taxista que pone su pilotito verde esperanza (mentira, aquí no tienen) en la noche escocesa. Y como olvidarme amigos, no podemos olvidarme esta noche de ese hombre panadero que con el sudor de sus manos y el sudor de sus pies amasa el pan nuestro de cada día. ¡Pan con sudor! Que asco…

 

Tengo que parar, no puedo escribir por que las lagrimas me ciegan los ojos. Creo que podría ver este vídeo 100 veces y no aburrirme. Encarna es y será siempre eterna, ella y sus empanadillas telefónicas. Por tanto esta noche las utilizaré a ellas como nexo de unión q mi nueva aventura culinaria: las empanadillas de la abuela.

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Parece que tengo bien interiorizado el  hecho de intentar aprender y perpetuar las recetas familiares como si de una obligación genética se tratara. Debe ser que cuando rozas una una edad cuya cifra no debe ser nombrada, algo tira inconscientemente de ti para que no dejes pasar esa oportunidad que la madre naturaleza te ha brindado y adquieras las técnicas de tus superabuelas. En mi caso, puede que esa llamada de Mamá tierra venga salpicada de una pizca de tendencia masoquista o de adicción a la adrenalina generada al pensar que la primera vez que te enfrentas a una de sus grandes recetas vaya a ser para compartirla con un público multicultural y con mucha hambre. Ya me pasó anteriormente con las rosquillas y ahora esta vez ha vuelto a suceder con las empanadillas. Pero ambas abuelas pueden estar orgullosas, ya que me he enfrentado con dignidad a sus recetas y el resultado tanto aquella vez para las rosquillas, como esta para las empanadillas ha sido más que aceptable.

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Con motivo del primer concurso internacional de tapas 2014 que celebramos ayer y del que hablaré otro día, decidí enfrentarme a esa idea que ya llevaba un tiempo dando vueltas por mi cabeza: las empanadillas. No había mejor oportunidad, así que tras conseguir la receta y hacerme con todos los ingredientes me puse manos a la obra y con la ayuda de los consejos virtuales de la segunda generación –usease, mi madre– empecé a darle vueltas a la masa. Si algo me quedó bien claro era que a la masa había que manosearla bien. Yo no se si lo hice lo suficiente, pero lo que sí tengo bien claro es que amasando la masa de las empanadillas haces unos bíceps y unos abdominales que no se consiguen en varias sesiones de gimnasio. Venga ahí bien la masa para un lado, para otro, haciendo una bola, estirándola, doblándola. Vamos, que más que una masa parecía el sargento Hartman dándole una paliza al recluta Patoso. Pero la felicidad que da el saber que estás haciendo una receta de tu abuela contrasta con la frustración que te da el leer la receta. Las abuelas hacen sus mejores platos «a ojímetro». Eso quiere decir que ellas son capaces de recitar de carrerilla los ingredientes al derecho y al revés, pero uno y cada uno de los ingredientes va precedido por un: «más o menos», «una pizca», «una taza pequeña» o el comentario estrella: «lo que te pida». Vamos a ver, querida abuela. ¿Qué significa eso de lo qué te pida la masa? ¿Acaso le tengo que pintar ojos, nariz y boca a la masa y quedandome mirándola hasta que me mande una señal?, ¿se recibe una llamada desde la embajada en el momento en el que alcanza su saturación?, ¿o es qué acaso ahora las nuevas tecnologías están involucradas y te llega un whatsapp diciendo que como eches una cucharada más la vas a cagar irremediablemente? El tema es complejo, y más si eres científico. Ahí estás tú, en tu inmaculada encimera de cocina con tu paquete de 1kg de harina y tu taza de 250ml. Miras la receta, pone «usar 300 gramos de harina». Fácil, calculas que con un poco más de una taza de harina tendrás suficiente. Tienes un doctorado, nada puede fallar. Así que confiado empiezas a hacer la mezcla, pum, pum… esperando que aquello coja la forma deseada y que la dichosa masa no se pegue — quiero además puntualizar que en este preciso momento de tensión mi madre se encontraba al otro lado de la pantalla observando con pavor como la masa no tenía la consistencia que tenía que tener. Como obviamente el tema no funciona con las cantidades descritas en la receta, pues sigues echando harina por que no te queda otra solución. Sigues, sigues, más, más… hasta que llegas al medio kilogramo de harina y aquello ahora parece que pinta de otra manera. Los 300 gramos que aparecen en la receta de tu abuela deben ser de cuando esta era de verdad y no crecía en paquetes en los supermercados. Eso o la harina escocesa es más tímida y da poco de si. El tema es que en cuestión de veinte minutos le había hecho un par de optimizaciones al protocolo que me reservaré para que no me fastidien la publicación.

Una vez se ha pasado el tortuoso momento de hacer una masa que no se pegue, que no tenga agujeros y que sea completamente redonda y más grande que una pelota de tenis pero menos que una de fútbol, llega el momento del reposo. La receta dice «dejar reposar la masa durante un par de horas tapada con un paño húmedo a temperatura ambiente sin dejar que se seque». Aquí ya no culpo a mi abuela por que seguro que nunca pensó que un nieto suyo se pondría a hacer empanadillas más allá del muro,  pero es verdad que ahora  habría que hacerle un par de aclaraciones a modo de pie de receta. La temperatura ambiente en Dundee no es ni de lejos parecida a la de Madrid y ni que decir sobre las condiciones de humedad. Si de media unos calzoncillos tardan en secarse en esta casa unos cinco días a la luz de McSun, ¿qué posibilidades hay de que una masa de empanadillas se quede más seca que la mojama en una mañana? Nulas. Pero bueno, por no fallar a la tradición allí dejé yo a «la bola» tapada con su paño húmedo en su atmósfera dundiana estándar. Y efectivamente, el invento no falló y a las tres horas el monstruo se había expandido y me pedía a gritos que pasara a la fase dos del plan: la confección de la empanadilla.

Energía libre de la reacción y energía libre estándar de formación en condiciones no estándar. el mejor blog de química

El montar las empanadillas es una obra de ingeniería muy precisa y es justamente lo que menos viene detallado en la receta. Pensamientos como «¿cuánta masa se coje?», «¿cuánto hay qué estirarla?», «¿cuánto relleno se pone?» son bastante comunes y conocer su respuesta ayudaría a personas con poca paciencia como yo. Por que el tema es que después de jugármela probando distintas condiciones, mi bandeja de empanadillas parecía más un campamento de leprosos que una seria bandeja de uniformes empanadillas artesanales. Cada una era de su padre y de su madre, no había dos iguales. Y  no sólo eso, sino que además la mayoría acabaron sufriendo trastornos en forma de agujeros que dejaban a relucir sus rojas tripas. Por dentro yo tenía la esperanza que el momento de meterlas en el horno arreglaría algo el estropicio y que al crecer algo más la masa, los agujeros se taparían. Pero no, amigos, ya os puedo decir que esto no pasó. Cuando las saqué del horno al alcanzar el punto de «estar doraditas» —por que claro no iba yo a esperar que la receta dijera el tiempo ni las condiciones para dejarlas en el horno– lo que tenía era una congregación de empanadillas con varicela  que emanaban relleno por sus pequeños agujeros y a los que no haré ningún símil que hiera sensibilidades.

Eso sí, como mi abuela no estaba aquí para probarlas no lo puede decir pero, estaban excelentes. Feas eran como ellas solas, pero el sabor estaba bien conseguido. La presentación era claramente mejorable, pero la transferencia genética de nuevo había funcionado. El morderlas con los ojos cerrados me catapultó a miles de kilómetros de aquí y sentí la satisfacción de haber cumplido el objetivo. Y no solo eso, sino que además han tenido bastante buena aceptación entre el público internacional. Sorprendentemente la comunidad india ha sido con la que más han triunfado, y digo soprendentemente por que a pesar de la ausencia de especias les gustaron bastante. En ocasiones pienso que la lengua de los indios debe ser como la de una jirafa, y que están tan acostumbrados a tomar cosas picantes que estas empanadillas les debían parecer como un arbusto con espinas. Pero no, parece que iban muy en serio y ahora quieren hacerse con la receta y ya están maquinando que nuevos rellenos poder incluir en ellas. Aún no he dado a conocer el secreto por que quiero estudiar bien cual puede ser la estrategia y como puedo involucrarme en ella. No quiero que un desliz conlleve a la creación de una nueva receta gastronómica india de la que yo no saque tajada, así que voy a llamar a Encarna de noche a contarle mis problemas a ver si ella me puede dar algún consejo. De momento me quedo con la satisfacción del trabajo bien hecho y de pensar que ya queda menos para probar las de verdad y dejarme de chorradas.

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Hay pocas cosas que tengan más significados que el concepto «cinco minutos». Cinco minutos es el tiempo que pasa desde que suena el despertador hasta que te levantas — aunque este pueda aplicarse varias veces –, es el tiempo que te dices a ti mismo que vas a jugar al Candy Crush antes de dormir, o también puede hacer referencia al tiempo que crees que vas a tardar en llegar desde el sofá de casa hasta el punto donde hayas quedado con tus amigos, aunque este se encuentre bastante más allá de los metros que tus pies son capaces de desplazar tu vaguería en línea recta por unidad de tiempo. Además de ser habitual durante la vida cotidiana, dentro del laboratorio el concepto «cinco minutos» también está a la orden del día. Por ejemplo, cinco minutos es el tiempo que le dices a la gente que necesitas para acabar lo que estés haciendo antes de ir a comer, es el tiempo que tardas en tener una reunión con tu jefe cuando ninguno de tus proyectos está funcionado o también el tiempo que tardas en centrifugar unos tubos durante un experimento. Todas estas cosas tienen en común la duración temporal teórica, pero no la duración temporal real. Generalmente, cualquier persona sea de la nacionalidad que sea –menos los alemanes que son muy raros –, utiliza la expresión «cinco minutos» para decir «espera un rato», «ahora voy», «calla coño» o «no te vayas, no te vayas». Pero lo que es curioso es que las máquinas — excepto el Tamagotchi –, a pesar de no tener todavía la capacidad de expresar sentimientos también juegan con esta idea. La entrada de hoy tiene un pasado, un presente y lamentablemente un futuro, y es la relación científico-centrífuga. Este aparato de uso tan rutinario en un laboratorio tiene esta propiedad misteriosa que os digo: la de actuar como el cuarto del espíritu y el tiempo. Tú sabes cuanto tiempo pones la centrífuga y cuanto va a tardar, pero realmente este tiempo es mucho más largo de lo que jamás hayas pensado. ¿Por qué? Científicos de todo el mundo llevan décadas intentando entender este fenómeno, pero hasta el momento, nadie ha dado con la clave.

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Intentaré explicar un poco más el por que de esta entrada para los no puestos en la materia, aunque realmente mi reflexión de hoy no tiene mucho que ver con la ciencia en si mismo. El trabajo en un laboratorio de investigación no se diferencia mucho de la cocina de MasterChef. A ti te ponen por delante un montón de botes con polvos y líquidos (cómida), un timer (cronómetro) un montón de aparatos (horno, turmix, batidora), unos protocolos (recetas) y un experimento como objetivo (receta). La diferencia es que por desgracia tu jefe no tiene estrellas Michelín y que la recompensa no es tener una buena comida después de currar sino un buen mojón, que generalmente es el resultado que obtienes cuando te montas un experimento de grandes dimensiones. Pues bien, sin entrar en detalles escatológicos, durante la ejecución de estos protocolos lo más habitual es tener que enfrentarte al mundo de la centrifugación. Este concepto, aparte de por científicos, también es conocido por los asiduos de las labores domésticas y por los profesionales de Calgón, y tiene como objetivo separar cosas: «tirar pa´baju lo que pesa más y dejar encima lo que pesa menos». Habitualmente y continuando con el uso del lenguaje científico de esta entrada, en condiciones estandar, este tiempo es de cinco minutos. En realidad para ser más precisos, cuando acabas de empezar en este negocio es «cinco minutos», cuando llevas ya un tiempo y te sientes suelto pasa a denominarse «unos cinco minutillos» y cuando ya llevas más años que la tana pasa a ser  «un ratejo». Pero bueno, para no complicar aún más el tema dejémoslo en cinco minutos de centrifugación.

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Cualquiera dirá, «cinco minutos se pasan volando, que exagerado». Pero no. Aquí no pasa como en el programa de Arguiñano, donde misteriosamente cualquier tiempo de espera pasa en un pispás, no, aquí te enfrentas a unos números –generalmente de color rojo — que comienzan una cuenta atrás. Pones tus tubos, cierras la centrífuga, ajustas el tiempo…y le das al botón de «start». Aquí empieza la aventura, pues estos cinco minutos serían como los de las películas. Imaginaos esa bomba que está a punto de explotar y en la que el protagonista tiene sólo cinco minutos para decidir si cortar el cable rojo o el cable azul mientras suda como un cerdo antes de la matanza, esa es la sensación que un científico tiene mientras la centrífuga hace su trabajo. Pero con la única diferencia de que, aquí no hay nada que hacer. Estás solo, tu mirada contra la máquina, abandonado y abocado a la reflexión con tu «yo interior». Pero realmente estás vacío, perdido y deseoso de encontrar algo que hacer para evitar esta tortura a la que estás condenado.

Como podréis comprender, este dilema temporal lleva mucho tiempo presente en mi vida, pero ha sido especialmente durante esta última semana cuando se ha hecho más duro. Este último apretón final antes de las vacaciones de navidad me ha hecho enfrentarme a esta situación más veces de lo deseado. «Lucha y trabaja, que ningún atleta es coronado sin sudor y sin esfuerzo», esto es lo que me inculcaron día tras día desde que era pequeñito. Pues bien, bastantes años después sigo sin saber a lo que San Agustín se refería con esta frase, pero lo que me da la impresión es que por muy exitosa que sea mi carrera, me queda mucho tiempo por delante para saber que cosas de utilidad se pueden hacer durante los cinco minutos que dura una centrifugación y por que estos cinco minutos se multiplican dentro de tu cabeza.  Quizá sea un sacrificio o quizá sea una jugarreta de Murphy, pero sea lo que sea las centrífugas han hecho que el concepto cinco minutos pueda llegar a ser…aún más confuso.

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