Archivos para las entradas con etiqueta: Tamagotchi

Hay pocas cosas que tengan más significados que el concepto «cinco minutos». Cinco minutos es el tiempo que pasa desde que suena el despertador hasta que te levantas — aunque este pueda aplicarse varias veces –, es el tiempo que te dices a ti mismo que vas a jugar al Candy Crush antes de dormir, o también puede hacer referencia al tiempo que crees que vas a tardar en llegar desde el sofá de casa hasta el punto donde hayas quedado con tus amigos, aunque este se encuentre bastante más allá de los metros que tus pies son capaces de desplazar tu vaguería en línea recta por unidad de tiempo. Además de ser habitual durante la vida cotidiana, dentro del laboratorio el concepto «cinco minutos» también está a la orden del día. Por ejemplo, cinco minutos es el tiempo que le dices a la gente que necesitas para acabar lo que estés haciendo antes de ir a comer, es el tiempo que tardas en tener una reunión con tu jefe cuando ninguno de tus proyectos está funcionado o también el tiempo que tardas en centrifugar unos tubos durante un experimento. Todas estas cosas tienen en común la duración temporal teórica, pero no la duración temporal real. Generalmente, cualquier persona sea de la nacionalidad que sea –menos los alemanes que son muy raros –, utiliza la expresión «cinco minutos» para decir «espera un rato», «ahora voy», «calla coño» o «no te vayas, no te vayas». Pero lo que es curioso es que las máquinas — excepto el Tamagotchi –, a pesar de no tener todavía la capacidad de expresar sentimientos también juegan con esta idea. La entrada de hoy tiene un pasado, un presente y lamentablemente un futuro, y es la relación científico-centrífuga. Este aparato de uso tan rutinario en un laboratorio tiene esta propiedad misteriosa que os digo: la de actuar como el cuarto del espíritu y el tiempo. Tú sabes cuanto tiempo pones la centrífuga y cuanto va a tardar, pero realmente este tiempo es mucho más largo de lo que jamás hayas pensado. ¿Por qué? Científicos de todo el mundo llevan décadas intentando entender este fenómeno, pero hasta el momento, nadie ha dado con la clave.

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Intentaré explicar un poco más el por que de esta entrada para los no puestos en la materia, aunque realmente mi reflexión de hoy no tiene mucho que ver con la ciencia en si mismo. El trabajo en un laboratorio de investigación no se diferencia mucho de la cocina de MasterChef. A ti te ponen por delante un montón de botes con polvos y líquidos (cómida), un timer (cronómetro) un montón de aparatos (horno, turmix, batidora), unos protocolos (recetas) y un experimento como objetivo (receta). La diferencia es que por desgracia tu jefe no tiene estrellas Michelín y que la recompensa no es tener una buena comida después de currar sino un buen mojón, que generalmente es el resultado que obtienes cuando te montas un experimento de grandes dimensiones. Pues bien, sin entrar en detalles escatológicos, durante la ejecución de estos protocolos lo más habitual es tener que enfrentarte al mundo de la centrifugación. Este concepto, aparte de por científicos, también es conocido por los asiduos de las labores domésticas y por los profesionales de Calgón, y tiene como objetivo separar cosas: «tirar pa´baju lo que pesa más y dejar encima lo que pesa menos». Habitualmente y continuando con el uso del lenguaje científico de esta entrada, en condiciones estandar, este tiempo es de cinco minutos. En realidad para ser más precisos, cuando acabas de empezar en este negocio es «cinco minutos», cuando llevas ya un tiempo y te sientes suelto pasa a denominarse «unos cinco minutillos» y cuando ya llevas más años que la tana pasa a ser  «un ratejo». Pero bueno, para no complicar aún más el tema dejémoslo en cinco minutos de centrifugación.

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Cualquiera dirá, «cinco minutos se pasan volando, que exagerado». Pero no. Aquí no pasa como en el programa de Arguiñano, donde misteriosamente cualquier tiempo de espera pasa en un pispás, no, aquí te enfrentas a unos números –generalmente de color rojo — que comienzan una cuenta atrás. Pones tus tubos, cierras la centrífuga, ajustas el tiempo…y le das al botón de «start». Aquí empieza la aventura, pues estos cinco minutos serían como los de las películas. Imaginaos esa bomba que está a punto de explotar y en la que el protagonista tiene sólo cinco minutos para decidir si cortar el cable rojo o el cable azul mientras suda como un cerdo antes de la matanza, esa es la sensación que un científico tiene mientras la centrífuga hace su trabajo. Pero con la única diferencia de que, aquí no hay nada que hacer. Estás solo, tu mirada contra la máquina, abandonado y abocado a la reflexión con tu «yo interior». Pero realmente estás vacío, perdido y deseoso de encontrar algo que hacer para evitar esta tortura a la que estás condenado.

Como podréis comprender, este dilema temporal lleva mucho tiempo presente en mi vida, pero ha sido especialmente durante esta última semana cuando se ha hecho más duro. Este último apretón final antes de las vacaciones de navidad me ha hecho enfrentarme a esta situación más veces de lo deseado. «Lucha y trabaja, que ningún atleta es coronado sin sudor y sin esfuerzo», esto es lo que me inculcaron día tras día desde que era pequeñito. Pues bien, bastantes años después sigo sin saber a lo que San Agustín se refería con esta frase, pero lo que me da la impresión es que por muy exitosa que sea mi carrera, me queda mucho tiempo por delante para saber que cosas de utilidad se pueden hacer durante los cinco minutos que dura una centrifugación y por que estos cinco minutos se multiplican dentro de tu cabeza.  Quizá sea un sacrificio o quizá sea una jugarreta de Murphy, pero sea lo que sea las centrífugas han hecho que el concepto cinco minutos pueda llegar a ser…aún más confuso.

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«Toma tomate, tomalo, ia ia oh, plof» Que de recuerdos me trae esta canción adictiva tan típica de  los campamentos de verano. Creo que la primera vez que la canté fue cuando fuimos con el colegio a la granja escuela de Casavieja allá por el año del picor… Y no se, es una canción que se te mete dentro…y no sale nunca jamás. Cuando eres más pequeño disfrutas de la canción, te preocupas por entonar bien y por hacer un circulo perfecto…pero después se convierte en un juego satánico. Son incontables las discusiones provocadas por este «juego» y la cantidad de adrenalina liberada al intentar literalmente salvar tus extremidades. Y es que con este juego podías salir con las manos más rojas que los piernas de un dundonian en Torremolinos.

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No se si recordareis que antes del verano plantamos una plantita de tomate que a la vuelta de las vacaciones se había convertido…en toda una plantota de supertomate, la cual crecía sin control por el salón de casa. Pues bien, después de controlar su crecimiento descontrolado esa planta decidió llevar a cabo su principal objetivo biológico: dar tomates. Pero a la nuestra le gustaba el riesgo, por que en vez de repartir su energía produciendo tomates a destajo para tener más posibilidades de sobrevivir y de surtirnos de ensalada durante unas semanas, decidió destinarla toda a la producción de un solo tomate. No se si debido a la cautividad o al aire fresco escocés, pero ni echándole un cable con la polinización soplando las flores, dándole con un palillo y ni siquiera dejando que los bichitos crecieran en ella conseguimos tener más éxito. Por esa razón decidimos abandonar la idea de la superproducción y centrarnos en la crianza de EL tomate. El único, el elegido. Y el proceso de crecimiento y maduración no fue sencillo. A parte de tener que ir al B&Q  a comprar cada vez palos más grandes para sujetar la planta –que a día de hoy llega al techo –, Marta siguió la estrategia de hablarle como a su perra y a colocar la planta estrategicamente para que el tomate recibiera la mayor cantidad de luz solar posible durante el día a costa de perder la poca intimidad que tienes viviendo en un bajo. Más que estar críando un tomate parecía que teníamos un Tamagotchi, sólo nos faltaba quitarle la caca de vez en cuando. Pero finalmente, y tras más de dos meses, tomatín empezó a tomar color y a coger peso. La ensalada estaba cerca. Tanta era nuestra emoción que empezamos a hacerle un seguimiento fotográfico como si de un control de calidad se tratara. Nuestro pequeño se estaba haciendo mayor.

El momento de la ensalada fue triste y minimalista. En mi imaginación quedaba aquel sueño de una fuente de ensalada bien grande y un buen vaso de gazpacho. En vez de eso tenía un platito de postre con ocho trocitos de tomate debidamente aliñado y al que previamente habíamos operado para extraer y guardar sus semillas para tener algo con lo que abastecernos en un hipotético futuro postapocalíptico escocés. En cuanto a esta última idea de guardar las semillas, diré que tengo bastantes dudas, por que como tengamos que confiar en esta superplanta que tarda cuatro meses en dar un tomate…aviados vamos. Pero volviendo a la ensalada diré que aunque pequeño, el tomate era sabroso. Digamos que disfrutamos de nuestra primera experiencia horticultora doméstica. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. 

Y aunque ahora la planta parece más triste que el perro de Álex Ubago, nos hemos llevado una grata sorpresa. Debajo de nuestro supertomate había…¡otro tomate! No se que tiene esa rama, pero a parte de su forma de biceps sacando molla se esconde nuestra única fuente de tomates. Yo creo que en vez de guardar las semillas deberíamos guardar esta rama por si resulta ser como como Neo, la elegida. Así que ahora hemos empezado la crianza de nuestro segundo tomate al estilo Tetris. Si el nivel uno fue criarlo durante cuatro «cálidos» meses, ahora hemos pasado al nivel dos: criarlo durante el invierno dundiano en sólo un mes, justo lo que queda para irnos de vacaciones de navidad. ¿Conseguiremos superar este nivel de hortelano? Sólo supertomate lo sabe.