Estoy pasando por una etapa de mi vida muy curiosa: tengo hambre, mucha hambre y no puedo hacer nada por evitarlo. No digo que coma poco y pase hambre, ¿eh?, el tema es que como y no dura. ¿Tendré un bicho dentro?, ¿me habrán saltado los plomos y hay algo que no funciona correctamente? No se, puede que sea por la actividad física o por que mi cuerpo se está preparando para el invierno. Pero si se trata de esto último tengo miedo de caer desvanecido un día mientras vuelvo a casa por que se active el modo hibernación como si se tratara del modo avión de los móviles o que me de por hacer un agujero en el jardín y meterme en el como si fuera un oso pardo.
Para combatir este hambre voraz que domina mi ser, ayer se nos ocurrió seguir con la corriente gastronómica honra ancestros en la que llevamos metidos desde un tiempo y hacer unas migas. Tras debatir y limar unas ciertas asperezas surgidas de acerca del como debían parecer y que debían llevar unas auténticas migas — por que parece ser que para migas los colores –, nos pusimos manos a la obra. Hacer migas en Escocia genera lo que se conoce como «ambivalent feelings» o sentimientos encontrados por paradojas benditas. El preparar este sencillo plato de nuestros abuelos en esta compleja latitud en la que vivimos conlleva lo que he pasado a denominar como la «dualidad seco-mojado» con la que hasta Epi y Blas dimitirían por escasez de conocimientos. Por un lado secar el pan en este país es una broma de mal gusto y por otro humedecerlo es moco de pavo. Así que lo comido por lo servido, lo primero no pasa nunca y lo segundo pasa automáticamente. Quizá esta sea la razón por la que este plato no haya sido seleccionado evolutivamente aquí en la isla, aunque viendo la riqueza culinaria de sus habitantes…quizá sea por otra razón más simple. A mi desde luego después de correr dos horas y media e ir a hacer la compra, me supieron las migas a gloria bendita. Aunque seguramente no fuera un sujeto óptimo para una valoración objetiva, pero Marta se las comió incluso llevando panceta, así que imagino que tan malas no debían estar. Sigo teniendo serias dudas de que las organizaciones de corredores recomienden recobrar energías con un plato como este, pero puedo garantizar que esto sumado a una buena siesta en nuestro sofá desmontable… sienta estupendamente.
Pero ya os digo que últimamente, cada vez que como me quedo bien, pero al rato vuelvo a tener hambre. Las migas fueron una buena solución temporal, pero no la llave a la solución. Hoy hemos ido a dar un paseo para despejar la cabeza y disfrutar del fresco otoño escocés durante sus cortas horas de luz y hemos parado en un sitio que siempre nos había llamado la atención pero que por pillar de camino a otros sitios más al norte nunca habíamos visitado: the Highland Chocolatier.
Se trata de una pequeña tienda llena de «chorraditas para el hogar» de esas que sobretodo a las chicas les encanta observar, manosear un rato y luego dejar en el mismo sitio pero a las que por precaución conviene mantener bien alejadas del monedero mientras dura la visita por lo que pueda pasar. Además de esa zona, tiene la propia tienda en la que se pueden encontrar chocolates de todos los tipos y sabores, y una cafetería muy mona en la que sirven el típico almuerzo británico de sopa y sandwich. Estaba claro que tras haber pasado dos largas horas desde el desayuno, yo ya tenía hambre. Los chocolates y el olor a comida procedente de la cocina… no estaban precisamente ayudando a que pudiera controlar mis conexiones cerebro-estomacales. Pero ha sido una decisión acertada, he tomado un tanque de sopa de tomate calentita, una baguette de haggis con queso brie fundido y una tarta de chocolate que resucitan a un yeti muerto. Un sitio muy agradable, lo recomiendo a visitantes presentes, pasados y futuros.
El refranero español es muy amplio, sabio y siempre útil, así que esta vez voy a recurrir a uno que explica a la perfección nuestros siguientes pasos del día de hoy: «la comida reposada y la cena paseada». No hay nada mejor que buscar una buena excusa para la siguiente ingesta, así que hemos ido a dar una vuelta por la zona de Blair Atholl y Bruar. Y es aquí cuando inesperadamente nos hemos topado con las más auténticas vacas peludas que el hombre haya visto jamás. Se nos podrá considerar ya veteranos highlanders, pero he de confesar que jamás habíamos visto semejantes bichos con cuernos. Hambre no me han dado, pero el simple hecho de mirarles esos pedazo de muslos… daban ganas de calcular la cantidad de chuletones que saldrían de ahí. Seguro que esos bichos eran capaces de alimentar a un clan entero durante el invierno, creo que con estos ejemplares he comprendido el uso de las vacas de las highlands. Que porte, que calibre de cuernos, que pelo más bien cortado, que pezuñas tan estilosas. Tan cautivado me han dejado que en un gesto de demostrarle mis más sinceros respetos una de ellas casi me da un cuernazo con habría acabado conmigo en lo más alto del Ben Nevis. Gracias a mi sangre de torero he evitado una buena enbestida, pero este momento me ha recordado el día en el que fuimos de capea aunque seguro que si me hubieran puesto delante a este morlaco yo había colgado el capote y me había dedicado a jugar a las damas. Solo de verles resoplar con ese moquillo colgante… confieso que daban un poco de canguelo.
En un intento de demostrar mi hombría he tratado de convencer a Marta de que me dejara meter una en el coche y tener algo con lo que hacerme un bocadillo esta noche después de cenar por si me entraba hambre a media noche, pero no me ha dejado. Así que no me queda otra salida, voy a ver si empiezo con el tema de la meditación a ver si eso me ayuda un poco a controlar el apetito. Decían que el invierno en Escocia era complicado, creo que estoy empezando a comprender el por qué.