Salir a tomar el fresco es una expresión que además de gustarme, me trae muy buenos recuerdos. Me vienen a la cabeza los meses de verano, los sudores intensivos al pasear por la calle por la tarde y la necesidad de estar encerrado en casa hasta después de cenar, hora en la que sales a la calle despavorido en busca de oxigenación. Este pasado fin de semana también necesitaba oxigenación, esencialmente del mismo tipo, pero no debido a las mismas circunstancias. Pasada una semana de aclimatación, necesitaba salir a respirar un poco y no pensar mucho. Por este motivo decidimos ir a pasar el fin de semana a la capital, a Edimburgo. Reservamos una habitación en un hotel cerca de Haymarket, a la ribera del río Water of Leith y allá que fuimos a pasar el fin de semana y tomar… el fresco. Sí, el fresco aire invernal de Edimburgo, que espero que deje el cutis fino, fino. Porque, vaya rasca.
A pesar de haber estado ya en numerosas ocasiones por la ciudad y de tener la ruta preparada para cuando vienen visitas desesperadas por hacerse fotos en los numerosos marcos incomparables de la ciudad, esta vez decidí hacerme el ignorante para conseguir que la recepcionista del hotel me descubriera rincones inexplorados de la ciudad y que de paso me aconsejara donde poder cenar. De sobra es conocido el problema de intentar llevarse algo a la boca en este país si el reloj ha pasado de las 10 de la noche y quieres evitar a toda costa acabar en un McDonald´s o en un KFC. Pululamos por todas las calles del centro, intentando agarrarnos a un clavo ardiendo y buscar algún sitio donde poder alimentarnos, pero fue un estrepitoso fracaso. Acabamos cenando en un triste McDonald´s que tenía la planta superior cerrada y la puerta entrada para que bien entrara «el fresco».
El sábado fuimos a ver las dependencias de la tía Isabel. El palacio de Holyrood, al final de la Royal Mile y frente al parlamento, era uno de los rincones que Marta aún no había visto. Así que allí estuvimos, controlando que la cuberteria de plata estuviera en perfecto estado de revista, que las camas estuvieran bien hechas y el cesped bien cortado. Pasamos un buen rato discutiendo acerca de la paternidad del hijo de Mary Queen of Scotland. Esa mujer es todo un ídolo en Escocia, pero tirando de la cuerda hemos descubierto que existe un vacío un tanto extraño acerca de quién era el padre de su hijo Jacobo VI. Las explicaciones de la audioguía eran ambiguas, y la Wikipedia no aclara nada al respecto. El delfín de Francia murió misteriosamente, y lord Darnley se quería cepillar a María porque sospechaba que esta se estuviera trajinando a su secretario David Rizzio, pero… María estaba embarazada, ¿de quién? Hay algo muy de Peñafiel en toda esta historia y por algún motivo no se ha querido indagar lo suficiente. Si la ciencia no me da para más, no niego que no vaya a darme una vuelta por las tumbas de esta gente a ver si me saco unas buenas muestras para dar un pelotazo con exclusiva el próximo verano.
Por la tarde, el fresco pasó a ser de «formato nevera» a «formato congelador» y, claro está, comenzó a nevar. Como no había ser humano que andase por la calle, decidimos meternos en el cine y ver una película ambientada en unos fríos Estados Unidos allá por el siglo XIX, El Renacido. La película no merece mucho la pena, para mi gusto, y una de las anécdotas graciosas que tiene es ver a Leonardo di Caprio sobrevivir a la corriente de un río caudaloso en pleno invierno gracias a que consigue agarrarse a una tabla. Sí, amigos, esta vez Leonardo lo consiguió.
Al salir del cine vimos con sorpresa como Edimburgo había pasado a un estado blanquecino. Hacía frío, pero era la primera vez que veíamos la ciudad nevada, así que no perdimos la oportunidad de hacer algunas fotos mientras nos poníamos de camino hacia el restaurante en el que cenamos. Para cambiar un poco el formato, fuimos a cenar a un vegetariano, al restaurante de David Bann, que debe ser un tío famoso que come hierbas. No soy yo muy fan del tofu, no porque no me guste sino porque no le saco sabor a nada y me resulta soso y aburrido. Pero he de decir que el plato de tallarines con verduras y tofu mereció la pena. Ahora le he cogido la costumbre a ponerle una estrellita a todos los sitios donde hemos estado para acordarme la próxima vez que vayamos a cada sitio. Da mucha rabia no saber localizar los sitios que más te gustan, así que viene bien aprovechar todo lo bueno que tienen las nuevas tecnologías.
El domingo lo pasamos paseando de nuevo por Princes Street, comprando té y un pantalón que no me quedó del todo claro si queríamos realmente o era un capricho por las Rebajas. Intentamos hacer algo de hambre antes de ir a comer, pero la grasa del desayuno escocés aún nos rezumaba por las orejas. Descubrimos un restaurante japonés que nos habían recomendado hace tiempo. El sitio estaba muy bien ambientado y la comida estaba muy buena, pero me da mucha rabia cuando vas a un sitio y encuentras que la carta está «adaptada». Entiendo que haya platos que gusten más y otros menos, pero no puedo comprender que vayas a un restaurante japonés y encuentres sushi, sushi con pescado al grill o un solomillo de Angus. Entiendo que hay que hacer negocio y que el paladar británico muy fino no es, pero no sé, yo soy muy de probar las cosas lo más auténticas posibles y estos menús adaptados me decepcionan un poco.
Para rematar la faena fuimos a uno de nuestros sitios favoritos a tomar café, el Caffé Lucano y después nos atrevimos a entrar finalmente al Camera Obscura. Este es un museo de ilusiones ópticas para niños y no tan niños. Allí estuvimos haciendo el ganso un par de horas, jugueteando con espejos, bolas de plasma, gafas 3D. El sitio es un poco caro, pero merece la pena solo por las vistas desde el mirador de la última planta. Eso y por descubrir que efectivamente la nariz de Marta está más fría que las patillas del yeti.
Me gustan los inviernos fríos, me parece que tienen su encanto y que son así como tienen que ser, «frescos». El aire gélido de Edimburgo ayuda a despejarte y a coger la semana con fuerzas. También me gusta disfrutar de las ciudades sin presión, yendo por tercera, cuarta o quinta vez. Cada vez descubres en ellas algo diferente, algo que no es obligatorio visitar y puedes de verdad disfrutar sin tener el agobio de dejarte algo. Edimburgo es y será siempre una ciudad especial, y no me importe que quede algo por conocer, porque si es así tengo claro que volveremos.